martes, 27 de diciembre de 2022

Chevrolet Alvorada (1962)

Cuando se acercaba a los trece años, mi hermano Jem sufrió una peligrosa fractura del brazo, a la altura del codo. Cuando sanó, y sus temores de que jamás podría volver a jugar al fútbol se mitigaron, raras veces se acordaba de aquel percance. El brazo izquierdo le quedó algo más corto que el derecho; si estaba de pie o andaba, el dorso de la mano le formaba ángulo recto con el cuerpo, el pulgar rozaba el muslo. A Jem no podía preocuparle menos, con tal de que pudiera pasar y chutar.

Cuando hubieron transcurrido años suficientes para examinarlos con mirada retrospectiva, a veces discutíamos los acontecimientos que condujeron a aquel accidente. Yo sostengo que Ewells fue la causa primera de todo ello, pero Jem, que tenía cuatro años más que yo, decía que aquello empezó mucho antes. Afirmaba que empezó el verano en que Dill vino a vernos, cuando nos hizo concebir por primera vez la idea de hacer salir a Boo Radley.

Yo replicaba que, puestos a mirar las cosas con tanta perspectiva, todo empezó en realidad con Andrew Jackson. Si el general Jackson no hubiera perseguido a los indios creek valle arriba, Simon Finch nunca habría llegado a Alabama.

¿Dónde estaríamos nosotros entonces?

Como no teníamos ya edad para terminar la discusión a puñetazos, decidimos consultar a Atticus. Nuestro padre dijo que ambos teníamos razón.

Siendo del Sur, constituía un motivo de vergüenza para algunos miembros de la familia el hecho de que no constara que habíamos tenido antepasados en uno de los dos bandos de la batalla de Hastings. No teníamos más que a Simon Finch, un boticario y peletero de Cornwall, cuya piedad sólo cedía el puesto a su tacañería.
En Inglaterra, a Simon le irritaba la persecución de los sedicentes metodistas a manos de sus hermanos más liberales, y como Simón se daba el nombre de metodista, surcó el Atlántico hasta Filadelfia, de ahí pasó a Jamaica, de ahí a Mobile y de ahí subió a Saint Stephens. Teniendo bien presentes las estrictas normas de John Wesley sobre el uso de muchas palabras al vender y al comprar, Simon amasó una buena suma ejerciendo la Medicina, pero en este empeño fue desdichado por haber cedido a la tensión de hacer algo que no fuera para la mayor gloria de Dios, como por ejemplo, acumular oro y otras riquezas. Así, habiendo olvidado lo dicho por su maestro acerca de la posesión de instrumentos humanos, compró tres esclavos y con su ayuda fundó una heredad a orillas del río Alabama, a unas cuarenta millas más arriba de Saint Stephens. Volvió a Saint Stephens una sola vez a buscar esposa, y con ésta estableció una dinastía que empezó con un buen número de hijas. Simón vivió hasta una edad impresionante y murió rico.

Era costumbre que los hombres de la familia se quedaran en la hacienda de Simon, Desembarcadero de Finch, y se ganasen la vida con el algodón. La propiedad se bastaba a sí misma. Aunque modesto si se comparaba con los imperios que lo rodeaban, el Desembarcadero producía todo lo que se requiere para vivir, excepto el hielo, la harina de trigo y las prendas de vestir, que le proporcionaban las embarcaciones fluviales de Mobile.

 

(Harper Lee: “Matar a un ruiseñor” 1960)

martes, 20 de diciembre de 2022

Citroën Dyane 6 (1981)

Todas las familias felices se parecen entre sí; pero cada familia desgraciada tiene un motivo especial para sentirse así.

En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se había apresurado a declararle que no podía seguir viviendo con él.

Semejante situación duraba ya tres días y era tan dolorosa para los esposos como para los demás miembros de la familia. Todos, incluso los criados, sentían la íntima impresión de que aquella vida en común no tenía ya sentido y que, incluso en una posada, se encuentran más unidos los huéspedes de lo que ahora se sentían ellos entre sí.

La mujer no salía de sus habitaciones; el marido no comía en casa desde hacía tres días; los niños corrían libremente de un lado a otro sin que nadie les molestara. La institutriz inglesa había tenido una disputa con el ama de llaves y escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra colocación; el cocinero se había ido dos días antes, precisamente a la hora de comer;

y el cochero y la ayudante de cocina manifestaron que no querían continuar prestando sus servicios allí y que sólo esperaban que les saldasen sus haberes para irse.

El tercer día después de la escena tenida con su mujer, el príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky –Stiva, como le llamaban en sociedad–, al despertar a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de la mañana, se halló, no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, tendido sobre el diván de cuero.

Volvió su cuerpo, lleno y bien cuidado, sobre los flexibles muelles del diván, como si se dispusiera a dormir de nuevo, a la vez que abrazando el almohadón apoyaba en él la mejilla.

De repente se incorporó, se sentó sobre el diván y abrió los ojos.

«¿Cómo era», pensó, recordando su sueño. «¡A ver, a ver! Alabin daba una comida en Darmstadt...

Sonaba una música americana... El caso es que Darmstadt estaba en América... ¡Eso es! Alabin daba un banquete, servido en mesas de cristal... Y las mesas cantaban: "Il mio tesoro"..: Y si no era eso, era algo más bonito todavía.

«Había también unos frascos, que luego resultaron ser mujeres...»

Los ojos de Esteban Arkadievich brillaron alegremente al recordar aquel sueño. Luego quedó pensativo y sonrió.

«¡Qué bien estaba todo!» Había aún muchas otras cosas magníficas que, una vez despierto, no sabía expresar ni con palabras ni con pensamientos.

Observó que un hilo de luz se filtraba por las rendijas de la persiana, alargó los pies, alcanzó sus zapatillas de tafilete bordado en oro, que su mujer le regalara el año anterior con ocasión de su cumpleaños, y, como desde hacía nueve años tenía por costumbre, extendió la mano hacia el lugar donde, en el dormitorio conyugal, acostumbraba tener colocada la bata.

 

(León Tolstoi: “Anna Karenina” 1877)

martes, 13 de diciembre de 2022

Ford Pilot V8 (1950)

Lo siento.

Pero yo no quiero ser emperador. Ese no es mi oficio, sino ayudar a todos si fuera posible. Blancos o negros. Judíos o gentiles. Tenemos que ayudarnos los unos a los otros; los seres humanos somos así. Queremos hacer felices a los demás, no hacernos desgraciados. No queremos odiar ni ayudar a nadie. En este mundo hay sitio para todos y la buena tierra es rica y puede alimentar a todos los seres. El camino de la vida puede ser libre y hermoso, pero lo hemos perdido. La codicia ha envenenado las armas, ha levantado barreras de odio, nos ha empujado hacia las miserias y las matanzas.

Hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado a nosotros mismos. El maquinismo, que crea abundancia, nos deja en la necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado, sentimos muy poco.

Más que máquinas necesitamos más humanidad. Más que inteligencia, tener bondad y dulzura.

Sin estas cualidades la vida será violenta, se perderá todo. Los aviones y la radio nos hacen sentirnos más cercanos. La verdadera naturaleza de estos inventos exige bondad humana, exige la hermandad universal que nos una a todos nosotros.

Ahora mismo, mi voz llega a millones de seres en todo el mundo, millones de hombres desesperados, mujeres y niños, víctimas de un sistema que hace torturar a los hombres y encarcelar a gentes inocentes. A los que puedan oírme, les digo: no desesperéis. La desdicha que padecemos no es más que la pasajera codicia y la amargura de hombres que temen seguir el camino del progreso humano.

El odio pasará y caerán los dictadores, y el poder que se le quitó al pueblo se le reintegrará al pueblo, y, así, mientras el Hombre exista, la libertad no perecerá.

Soldados.

No os entreguéis a eso que en realidad os desprecian, os esclavizan, reglamentan vuestras vidas y os dicen qué tenéis que hacer, qué decir y qué sentir.

Os barren el cerebro, os ceban, os tratan como a ganado y como carne de cañón. No os entreguéis a estos individuos inhumanos, hombres máquina, con cerebros y corazones de máquina.

Vosotros no sois ganado, no sois máquinas, sois Hombres. Lleváis el amor de la Humanidad en vuestros corazones, no el odio. Sólo lo que no aman odian, los que nos aman y los inhumanos.

Soldados.

No luchéis por la esclavitud, sino por la libertad. En el capítulo 17 de San Lucas se lee: “El Reino de Dios no está en un hombre, ni en un grupo de hombres, sino en todos los hombres…” Vosotros los hombres tenéis el poder. El poder de crear máquinas, el poder de crear felicidad, el poder de hacer esta vida libre y hermosa y convertirla en una maravillosa aventura.

En nombre de la democracia, utilicemos ese poder actuando todos unidos. Luchemos por un mundo nuevo, digno y noble que garantice a los hombres un trabajo, a la juventud un futuro y a la vejez seguridad. Pero bajo la promesa de esas cosas, las fieras subieron al poder. Pero mintieron; nunca han cumplido sus promesas ni nunca las cumplirán. Los dictadores son libres sólo ellos, pero esclavizan al pueblo. Luchemos ahora para hacer realidad lo prometido. Todos a luchar para liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia.

Luchemos por el mundo de la razón.

Un mundo donde la ciencia, el progreso, nos conduzca a todos a la felicidad.

Soldados.

En nombre de la democracia, debemos unirnos todos.

 

(Charles Chaplin: “El Gran Dictador” 1940)

martes, 6 de diciembre de 2022

Lamborghini Centenario LP770 (2016)

Mrs. Ferrars murió la noche
del 16 al 17 de septiembre, un jueves. Me llamaron a las ocho de la mañana del viernes 17. Mi presencia no sirvió de nada. Hacía horas que había muerto.

Regresé a mi casa unos minutos después de las nueve. Entré y me entretuve adrede en el vestíbulo, colgando mi sombrero y el abrigo ligero que me había puesto como precaución por el fresco de las primeras horas de aquel día otoñal.

En honor a la verdad, diré que estaba muy inquieto y preocupado. No voy a pretender que preví entonces los acontecimientos de las semanas siguientes, pero mi instinto me avisaba de que se acercaban tiempos llenos de sobresaltos y sinsabores.

Del comedor, situado a la izquierda, llegó a mis oídos un leve ruido de tazas y platos, acompañado de la tos seca de mi hermana Caroline.

—¿Eres tú, James? —preguntó.

Pregunta absurda, ¿quién iba a ser? Para ser sincero, mi hermana Caroline era precisamente la que provocaba mi demora. El lema de la familia mangosta, según Rudyard Kipling, es: «Ve y entérate».
Si Caroline necesitase algún día un escudo nobiliario, le sugeriría la idea de representar en él una mangosta rampante. Además, podría suprimir la primera parte del lema. Caroline lo descubre todo quedándose tranquilamente sentada en casa. ¡No sé cómo se las apaña, pero así es! Sospecho que las criadas y los proveedores constituyen su propio servicio de información. Cuando sale, no es con el fin de ir en busca de noticias, sino de divulgarlas. En este terreno también se muestra asombrosamente experta.

Esta última característica suya era lo que me hacía vacilar. Fuera lo que fuese lo que yo le contara a Caroline sobre la muerte de Mrs. Ferrars, lo sabría todo el mundo en el pueblo al cabo de hora y media. Mi profesión exige discreción y, en consecuencia, acostumbro a esconderle a mi hermana todas las noticias que puedo. Generalmente, logra enterarse a pesar de mis esfuerzos, pero tengo la satisfacción moral de saber que estoy al abrigo de toda posible reconvención.

El esposo de Mrs. Ferrars murió hace un año, y Caroline no ha dejado de asegurar, sin tener la menor base en que fundarse, que su mujer le envenenó. Desprecia mi invariable afirmación de que Mr. Ferrars murió de gastritis aguda, a lo que ayudó su excesiva afición a las bebidas alcohólicas. Convengo en que los síntomas de gastritis y de envenenamiento por arsénico tienen ciertas similitudes, pero Caroline basa su acusación en motivos muy distintos. «¡Basta con mirarla!», oí que decía una vez.

Aunque algo madura, Mrs. Ferrars era una mujer muy atractiva y sus sencillos vestidos le sentaban muy bien. Sin embargo, muchísimas mujeres compran sus prendas en París y no por eso han envenenado a sus maridos.

 

(Agatha Christie “El asesinato de Roger Ackroyd” 1926)

martes, 29 de noviembre de 2022

Ferrari 212 Inter (1952)

¿Encontraría a la Maga?
Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.

Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de Sébastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba. Ahora la Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros domicilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en París, cada tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones, aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier patio del barrio latino.
Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba como un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente un paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo.
Lo tiramos porque lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste muchísimo, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pintos o en un dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella tarde cayó un chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando entrábamos en el parque, y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos fríos y nubes negras, jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas encontrado en una plaza debía morir
dignamente en un parque, no podía entrar en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo arrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito sobre el ferrocarril, y desde allí lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la barranca de césped mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente creí reconocer una imprecación de walkyria. Y en el fondo del barranco se hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua verde y procelosa, a la mer qui est plus félonesse en été qu’en hiver, a la ola pérfida, Maga, según enumeraciones que detallamos largo rato, enamorados de Joinville y del parque, abrazados y semejantes a árboles mojados o a actores de cine de alguna pésima película húngara. Y quedó entre el pasto, mínimo y negro, como un insecto pisoteado. Y no se movía, ninguno de sus resortes se estiraba como antes. Terminado. Se acabó. Oh Maga, y no estábamos contentos.

¿Qué venía yoa hacer al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de diciembre tenía pensado cruzar a la orilla derecha y beber vino en el cafecito de la rue des Lombards donde madame Léonie me mira la palma de la mano y me anuncia viajes y sorpresas. Nunca te llevé a que madame Léonie te mirara la palma de la mano, a lo mejor tuve miedo de que leyera en tu mano alguna verdad sobre mí, porque fuiste siempre un espejo terrible, una espantosa máquina de repeticiones, y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro. De manera que nunca te llevé a que madame Léonie, Maga; y sé, porque me lo dijiste, que a vos no te gustaba que yo te viese entrar en la pequeña librería de la rue de Verneuil, donde un anciano agobiado hace miles de fichas y sabe todo lo que puede saberse sobre historiografía.  

(Julio Cortázar: “Rayuela” 1963)

martes, 22 de noviembre de 2022

Kamaz 4326 (2015)

Frost: ¿Tiene la impresión de haber obstruido la justicia o de haber conspirado para encubrir un delito u obstruir la justicia?

Nixon: No. Creo que está demostrado todo lo contrario, que lejos de obstruir a la justicia, colaboré activamente en su actuación. Cuando Pat Grey del FBI me telefoneó el 6 de julio, le dije: “Pat, llegue hasta donde sea con su investigación”. Eso no es lo que llamaría obstrucción de la justicia.

Frost: Bien. Es muy posible. Pero dos semanas y media antes del 6 de julio, usted intentaba desesperadamente obstaculizar e impedir la investigación.

Nixon: ¡Bah!... No hay ninguna prueba de ninguna clase de que yo...

Frost: Pero si no existe prueba alguna es porque 18 minutos de su conversación con Bob Haldeman de aquel mes de junio quedaron misteriosamente borrados.

Nixon: Aquello fue un descuido desafortunado. Y Bob Haldeman (jefe de Gabinete de Nixon) era un hombre muy riguroso y concienzudo tomando notas. Sus notas están ahí, para quien quiera revisarlas.

Frost: Verá, hemos encontrado algo mucho mejor que esas notas, una conversación con Charles Colson, que según creo no se ha publicado.

Nixon: No... ¿No, no se ha publicado, dice usted?

Frost: No, pero uno de mis investigadores la encontró en Washington, donde está disponible para cualquiera que consulte los archivos.

Nixon: Ah, bueno, solo quería saber si nosotros la habíamos visto.

Frost: Más que verla señor presidente. Usted pronunció esas palabras. A ver, usted siempre ha sostenido que se enteró de la intrusión el 23 de junio (6 días después del asalto])

Nixon: Sí.

Frost: Pero esta transcripción de una grabación de tres días antes nos dice con claridad que eso es falso. En ella usted le dice a Colson: “Toda esta investigación se desvanecerá, a no ser que alguno de los siete (los cinco asaltantes miembros de la CIA más los dos miembros del Comité de Reelección de Nixon que los contrataron) empiece a hablar. Ese es el problema”.

Nixon: Bueno... ¿A qué nos referimos cuando decimos que alguno de los siete empiece a hablar? [...] Voy a tener que pedirle que se detenga, cita palabras mías fuera de contexto y sin ningún orden, y además añadiré que he participado en estas 4 entrevistas sin una sola nota delante

Frost: Porque es su vida señor presidente. Dígame, ¿de verdad espera usted que creamos que no tenía conocimiento de eso?

Nixon: Oiga, ya he declarado todo lo que sabía al respecto. Aquello lo llevaban Haldeman (jefe de Personal) y Ehrlichman (asesor personal de Nixon), yo no sabía nada. De acuerdo, bien. Usted tiene su opinión y yo he dado mi punto de vista. Ahora sigamos, sigamos...

Frost: Un momento, si Haldeman y Ehrlichman eran realmente los responsables, cuando más tarde lo descubrió, ¿por qué no aviso a la policía y exigió que los arrestaran? ¿No es eso una forma de encubrimiento?

Nixon: Tal vez debería haberlo hecho, quizás sí. Quizá debía llamar a los federales a mi despacho y decirles, ¡eh! ahí están estos hombres, llevadlos ante el juez, tomadles las huellas y metedlos entre rejas. No es mi forma de actuar. Esos hombres... Conocía a sus familias, los conocía desde que eran unos niños, pero políticamente la presión que tenía yo para que los entregara se hizo insoportable, así que lo hice, en primer lugar, corté un brazo, y después corté el otro..., y no soy un buen carnicero. Yo siempre he mantenido que lo que ellos hacían, lo que hacíamos todos, no era un delito. Oiga, cuando se es presidente, en ocasiones uno tiene que hacer muchas cosas que no siempre son en el sentido estricto de la palabra, legales, pero uno las hace porque redundan en el interés general de la nación.

Frost: Espere, solo para ver si le he entendido bien. ¿Está usted diciendo que en ciertas situaciones el presidente puede decidir que algo conviene a la nación y entonces hacer algo ilegal?

Nixon: Lo que digo es que, si el presidente lo hace, es porque no es ilegal.

Frost: Eh... ¿Perdone?

Nixon: Eso es lo que creo. Pero soy consciente de que nadie más comparte esa opinión.

Frost: Bien. En ese caso, ¿va usted a aceptar, para que quede claro de una vez por todas, que formó parte de un encubrimiento y que sí que infringió la ley?

Nixon: (Silencio. Suspiro largo.) Aah.

Asesor de Frost: Ya le tenemos.

 

(David Frost: “Entrevista a Nixon” 1977)

martes, 15 de noviembre de 2022

Fiat 2300 S Cabriolet (1962)

El Viajero del Tiempo (pues así convendrá que lo llamemos de aquí en más) nos explicaba un asunto intrincado. Tenía un brillo encendido en los ojos grises, y su rostro, usualmente pálido, resplandecía de vida. El fuego ardía con fuerzas y el tenue resplandor de las luces incandescentes sobre los lirios de plata hacía brillar las burbujas que destellaban y atravesaban el cristal de nuestras copas. Nuestros sillones, diseñados por él, en vez de prestarse a que nos sentáramos, parecían envolvernos, acariciarnos, y se respiraba en el lugar esa atmósfera distendida de sobremesa en que los pensamientos fluyen a voluntad, libres de las ataduras de la precisión. Y nos lo explicó de esta manera -puntuando sus dichos con el huesudo dedo índice-, mientras nosotros, hundidos en aquellos sillones, admirábamos la seriedad con que exponía esta nueva paradoja (de eso creíamos que se trataba) y sus posibilidades.

-Deben prestarme toda su atención. Me veré obligado a contradecir una o dos ideas casi universalmente aceptadas. La geometría que les enseñaron en la escuela, por ejemplo, parte de un error.

-¿No le parece mucho comenzar pidiéndonos semejante cosa? -dijo Filby, un pelirrojo muy discutidor.

-No voy a exigirles que acepten nada sin dar fundamentos razonables para ello. Pronto habrán de admitir todo cuanto necesito. Desde ya, como bien saben, la línea matemática, es decir una línea recta de ancho nulo, carece de existencia real. ¿Les han enseñado eso? Lo mismo ocurre con el plano matemático. Esas cosas son meras abstracciones.

-Es muy cierto -dijo el psicólogo.

-Tampoco el cubo, entendido como algo que solo tiene alto, largo y ancho, posee existencia real.

-En eso no estoy de acuerdo -dijo Filby-. Los cuerpos sólidos tienen existencia. Todas las cosas reales…

-Sí, eso es lo que cree la mayoría de la gente. Pero aguarde. ¿Tiene existencia real un cubo instantáneo?

-No entiendo dijo Filby.

-¿Posee existencia real un cubo sin ningún tipo de duración en el tiempo?

Filby se quedó pensativo.

-Es claro -siguió el Viajero del Tiempo- que cualquier cuerpo real debe extenderse en cuatro direcciones: debe tener Alto, Largo, Ancho y… Duración. Pero debido a una debilidad natural de la carne, que les explicaré en breve, tendemos a pasar por alto este detalle. En verdad existen cuatro dimensiones: las tres a las que llamamos los tres planos del Espacio y una cuarta: el Tiempo. Hay, sin embargo, cierta tendencia a establecer una distinción irreal entre las tres primeras y la cuarta, debido a que nuestra consciencia se mueve intermitentemente en un solo sentido a lo largo de esta última desde el principio hasta el final de nuestras vidas.

-Sí… -dijo un hombre muy joven, haciendo vanos intentos de volver a encender su cigarro con el fuego de la lámpara- sí… es muy claro.

-Ahora bien, es muy llamativo que casi siempre se lo pase por alto- continuó el Viajero del Tiempo, con un ligero ascenso de alegría-. Esto es lo que significa, en realidad, la Cuarta Dimensión, aunque algunas personas que hablan de ella no lo sepan. No es más que otra forma de concebir el tiempo. No hay ninguna diferencia entre el Tiempo y cualquiera de las tres dimensiones del Espacio, salvo que nuestra consciencia discurre con él. Pero algunas personas que carecen de sutileza entienden esto en un sentido totalmente errado. ¿Han oído lo que dicen estas personas acerca de la Cuarta Dimensión?

-Yo no -dijo el Gobernador.

-Es muy simple. Según nuestros matemáticos, el Espacio posee tres dimensiones, a las que podemos llamar Alto, Largo y Ancho, cada una de las cuales se define en referencia a tres planos distintos, situados en ángulo recto unos respecto de los otros. Pero algunas mentes filosóficas se preguntan por qué tres dimensiones en particular, por qué no una cuarta en ángulo recto respecto de las tres comúnmente establecidas, y hasta han intentado elaborar una geometría tetradimensional. Hace tan solo un mes, el profesor Simon Newcomb habló de esto ante la Sociedad Matemática de Nueva York. Como todos saben, sobre cualquier superficie plana, que tiene solo dos dimensiones, es posible representar la figura de un sólido tridimensional; pues bien, siguiendo el mismo razonamiento, estos filósofos creen que si consiguieran dominar la perspectiva necesaria podrían representar cuerpos de cuatro dimensiones a partir de modelos tridimensionales, ¿entienden?

-Creo que sí -murmuró el Gobernador, y frunciendo el ceño se sumió en un estado introspectivo, en el que sus labios se movían como si repitiesen palabras místicas-. Sí, creo que entiendo -aseguró pasado un rato, animándose de un modo bastante pasajero.

-Bueno, debo decirles que llevo bastante tiempo trabajando en esta geometría de Cuatro Dimensiones. Algunos de mis resultados son bastante curiosos. Aquí pueden ver, por ejemplo, el retrato de un hombre a los ocho años de edad, otro a los quince, otro a los diecisiete, otro a los treinta y tres, y así sucesivamente. Se trata evidentemente de lo que podríamos llamar cortes seccionales, representaciones Tridimensionales de un ser de Cuatro Dimensiones, que es una cosa fija e inalterable.


(Herbert G. Wells: "La máquina del tiempo" 1895)

martes, 8 de noviembre de 2022

Ford Fairlane (1989)

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

 

Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,

y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.»

 

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

 

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Yo la quise, y a veces ella también me quiso.


En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.

La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

 

Ella me quiso, a veces yo también la quería.

Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

 

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.


Oir la noche inmensa, más inmensa sin ella.

Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

 

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.

La noche está estrellada y ella no está conmigo.

 

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.

Mi alma no se contenta

con haberla perdido.

 

Como para acercarla mi mirada la busca.

Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

 

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

 

Ya no la quiero, es cierto,

pero cuánto la quise.

Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

 

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.

Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

 

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.

Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

 

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,

mi alma no se contenta con haberla perdido.

 

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,

y estos sean los últimos versos que yo le escribo.




(Pablo Neruda: "Poema XX" 1924)


Un clásico devorando litros....

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