(H.P.Lovecraft: “En las montañas de la locura” 1936)
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martes, 27 de septiembre de 2022
Renault RS01 (1977)
martes, 20 de septiembre de 2022
Ford Coupé (1940)
No toda la población que habita nuestro país es objeto de mis reflexiones, sino un grupo concreto, constituido por esos que, por razones diversas, tienen conciencia de su ser en tanto que mexicanos. Contra lo que se cree, este grupo es bastante reducido. En nuestro territorio conviven no sólo
(Octavio Paz: "El Laberinto de la Soledad" 1950)
martes, 13 de septiembre de 2022
Pegaso Ekus (1988)
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.
¿Tuvo Lolita una
precursora? Por cierto que la tuvo. En verdad, Lolita no pudo existir para mí
si un verano no hubiese amado a otra... «En un principado junto al mar.»
¿Cuándo? Tantos años antes de que naciera Lolita como tenía yo ese verano.
Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa fantástica.
Señoras y señores del jurado, la prueba número uno es lo que envidiaron los serafines de Poe, los errados, simples serafines de nobles alas. Mirad esta maraña de espinas.
Nací en París en 1910. Mi padre era una persona suave, de trato fácil, una ensalada de orígenes raciales: ciudadano suizo de ascendencia francesa y austríaca, con una corriente del Danubio en las venas. Revisaré en un minuto algunas encantadoras postales de brillo azulino. Poseía un lujoso hotel en la Riviera. Su padre y sus dos abuelos habían vendido vino, alhajas y seda, respectivamente. A los treinta años se casó con una muchacha inglesa, hija de Jerome Dnn, el alpinista, y nieta de los párrocos de Dorset, expertos en temas oscuros: paleopedología y arpas eólicas. Mi madre, muy fotogénica, murió a causa de un absurdo accidente (un rayo durante un pic-nic) cuando tenía yo tres años, y salvo una zona de tibieza en el pasado más impenetrable, nada subsiste de ella en las hondonadas y valles del recuerdo sobre los cuales, si aún pueden ustedes sobrellevar mi estilo (escribo bajo vigilancia), se puso el sol de mi infancia: sin duda todos ustedes conocen esos fragantes resabios de días suspendidos, como moscas minúsculas, en torno de algún seto en flor o súbitamente invadido y atravesado por las trepadoras, al pie de una colina, en la penumbra estival: sedosa tibieza, dorados moscardones.
La hermana mayor de mi madre, Sybil, casada con un primo de mi padre que le abandonó, servía en mi ámbito familiar como gobernanta gratuita y ama de llaves. Alguien me dijo después que estuvo enamorada de mi padre y que él, livianamente, sacó provecho de tal sentimiento en un día lluvioso, para olvidar la cosa cuando el tiempo aclaró. Yo le tenía mucho cariño, a pesar de la rigidez –la rigidez fatal– de algunas de sus normas. Quizá lo que ella deseaba era hacer de mí, en la plenitud del tiempo, un viudo mejor que mi padre.
Crecí como un niño feliz, saludable, en un mundo brillante de libros ilustrados, arena limpia, naranjos, perros amistosos, paisajes marítimos y rostros sonrientes. En torno a mí, la espléndida mansión Mirana giraba como una especie de universo privado, un cosmos blanqueado dentro del otro más vasto y azul que resplandecía fuera de él.
martes, 6 de septiembre de 2022
Lamborghini Countach LP 400 Wolf Version (1978)
No pude haber tenido padres más cariñosos. Me adoraban, y siempre se ocuparon de mi bienestar. Además se llevaban muy bien entre ellos y disfrutaban de viajar juntos.
Cuando cumplí cinco
años, fuimos una temporada al norte de Italia. Allí, dando un paseo por el
valle, pasamos una tarde frente a una cabaña muy pobre. En la puerta jugaba un
grupo de chicos harapientos. Para mi madre, ayudar a los más necesitados era
una obligación. Había tenido una infancia difícil, y sabía muy bien lo que era
pasar hambre y necesidades. Así que al día siguiente me pidió que la acompañara
y volvimos a la cabaña.
Siempre me voy a
acordar de esa mañana. Dos gallinas se peleaban por unos granos de maíz y un
burro viejo masticaba pasto bajo el sol. El matrimonio de campesinos, agotado
por el trabajo, repartía trozos de pan entre los chicos.
A mi madre le llamó la atención una niña. Tenía ojos grandes color trigo y modales delicados. A pesar del aspecto de su ropa, había algo especial en su expresión.
La señora explicó que
no era hija suya, como el resto, sino de una pareja de nobles de la región. Los
padres de la nena habían muerto, y un familiar se la había entregado en
adopción para que la criara. Al principio, aquel familiar les enviaba dinero,
pero al poco tiempo partió a la guerra y nunca volvió. Desde entonces, la niña
compartía la miseria con los campesinos.
Unos días después de
aquella visita, mis padres le propusieron a la pareja hacerse cargo de la niña.
Así fue que vino a vivir con nosotros. Su nombre era Elizabeth. Y aunque unos
años después nacieron mis hermanos Ernst y William, mi compañera inseparable de
juegos y aventuras fue siempre la afectuosa, inteligente y alegre Elizabeth.
Después del nacimiento de mis hermanos, mis padres abandonaron la vida viajera. Pasábamos casi todo el año en nuestra mansión de Belrive, junto al lago Leman. Vivíamos lejos de la multitud, felices. A veces pienso que es por eso que me gusta la compañía de pocas personas.
En el colegio me hice
un solo amigo, Henry Clerval, un chico con gran imaginación y talento. Él venía
mucho a casa, porque era hijo único, y además mis padres le habían tomado
cariño.
A Clerval lo apasionaban las novelas, le gustaba escribir cuentos y obras de teatro. Le atraían las virtudes de los héroes y los sueños de las personas. A mí lo que más me interesaba eran los libros de ciencia. Yo quería conocer los secretos del cielo y de la Tierra; entender el mundo en que vivía. A pesar de esas diferencias, con Clerval casi nunca peleábamos. Además, Elizabeth solía estar con nosotros y transmitirnos su buen humor.
A los trece años descubrí las obras de un autor llamado Cornelio Agrippa. Así me enteré de lo que era la alquimia. Me cautivó. Leí con atención todos los libros de Agrippa, y después pasé a otros autores similares. Todos buscaban lo mismo, y no tardé en desear también yo eso que tanto anhelaban ellos: crear el elixir de la vida eterna, nada menos. Liberar a la humanidad de todas las enfermedades, y de la misma muerte.
—No pierdas tu tiempo
con eso, querido Victor —me dijo mi padre, cuando supo de mis lecturas—Son
puras tonterías.
Si se hubiera
molestado en explicarme por qué consideraba esas investigaciones una tontería,
tal vez yo hubiera perdido el interés. Pero me pareció que hablaba sin saber, y
no le hice caso.
Fue un accidente el que me llevó a abandonar las teorías de los alquimistas. Ocurrió una noche, cuando tenía quince años, durante una tormenta terrible. Yo miraba por la ventana los truenos que estallaban en distintos puntos del cielo. Escuchaba el viento enfurecido. Entonces vi que un árbol, de pronto, quedaba envuelto en llamas. Ardió como una brasa gigante durante un buen rato, y después se apagó.
(Mary Shelley: “Frankestein o el moderno Prometeo” 1818)