Lo que de los hombres
se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su
vida, como lo que hacen. El señor Myriel era hijo de un consejero del
Parlamento de Aix, nobleza de toga. Se decía que su padre, pensando que
heredara su puesto, lo había casado muy joven. Se decía que Carlos Myriel, no
obstante este matrimonio, había dado mucho que hablar. Era de buena presencia,
aunque de estatura pequeña, elegante, inteligente; y se decía que toda la
primera parte de su vida la habían ocupado el mundo y la galantería.
Sobrevino la Revolución; se precipitaron los sucesos; las familias ligadas al antiguo régimen, perseguidas, acosadas, se dispersaron, y Carlos Myriel emigró a Italia. Su mujer murió allí de tisis. No habían tenido hijos. ¿Qué pasó después en los destinos del señor Myriel?
El hundimiento de la
antigua sociedad francesa, la caída de su propia familia, los trágicos
espectáculos del 93, ¿hicieron germinar tal vez en su alma ideas de retiro y de
soledad? Nadie hubiera podido decirlo; sólo se sabía que a su vuelta de Italia
era sacerdote.
En 1804 el señor Myriel se desempeñaba como cura de Brignolles. Era ya anciano y vivía en un profundo retiro.
Hacia la época de la
coronación de Napoleón, un asunto de su parroquia lo llevó a París; y entre
otras personas poderosas cuyo amparo fue a solicitar en favor de sus
feligreses, visitó al cardenal Fesch. Un día en que el Emperador fue también a
visitarlo, el digno cura que esperaba en la antesala se halló al paso de Su
Majestad Imperial. Napoleón, notando la curiosidad con que aquel anciano lo
miraba, se volvió, y dijo bruscamente: ¿Quién es ese buen hombre que me mira?
Majestad -dijo el señor Myriel-, vos miráis a un buen hombre y yo miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que mira.
Esa misma noche el
Emperador pidió al cardenal el nombre de aquel cura y algún tiempo después el
señor Myriel quedó sorprendido al saber que había sido nombrado obispo de D.
Llegó a D. acompañado
de su hermana, la señorita Baptistina, diez años menor que él. Por toda
servidumbre tenían a la señora Maglóire, una criada de la misma edad de la
hermana del obispo.
La señorita Baptistina era alta, pálida, delgada, de modales muy suaves. Nunca había sido bonita, pero al envejecer adquirió lo que se podría llamar la belleza de la bondad. Irradiaba una transparencia a través de la cual se veía, no a la mujer, sino al ángel.
La señora Magloire era
una viejecilla blanca, gorda, siempre afanada y siempre sofocada, tanto a causa
de su actividad como de su asma.
A su llegada instalaron al señor Myriel en su palacio episcopal, con todos los honores dispuestos por los decretos imperiales, que clasificaban al obispo inmediatamente después del mariscal de campo.
Terminada la
instalación, la población aguardó a ver cómo se conducía su obispo.
El palacio episcopal
de D. estaba contiguo al hospital, y era un vasto y hermoso edificio construido
en piedra a principios del último siglo. Todo en él respiraba cierto aire de
grandeza: las habitaciones del obispo, los salones, las habitaciones
interiores, el patio de honor muy amplio con galerías de arcos según la antigua
costumbre florentina, los jardines plantados de magníficos árboles.
El hospital era una casa estrecha y baja, de dos pisos, con un pequeño jardín atrás.
Tres días después de
su llegada, el obispo visitó el hospital. Terminada la visita, le pidió al
director que tuviera a bien acompañarlo a su palacio.
-Señor director -le
dijo una vez llegados allí-: ¿cuántos enfermos tenéis en este momento?
-Veintiséis, monseñor.
-Son los que había
contado -dijo el obispo.
-Las camas -replicó el
director- están muy próximas las unas a las otras.
-Lo había notado.
-Las salas, más que
salas, son celdas, y el aire en ellas se renueva difícilmente.
-Me había parecido lo
mismo.
-Y luego, cuando un
rayo de sol penetra en el edificio, el jardín es muy pequeño para los
convalecientes.
También me lo había
figurado.
-En tiempo de
epidemia, este año hemos tenido el tifus, se juntan tantos enfermos; más de
ciento, que no sabemos qué hacer.
-Ya se me había
ocurrido esa idea.
-¡Qué queréis,
monseñor! -dijo el director-: es menester resignarse.
Esta conversación se
mantenía en el comedor del piso bajo.
(Víctor Hugo: "Los Miserables" 1862)
La verdad es que esparaba otra cosa de Víctor Hugo.
ResponderEliminarQuizás una novela como Los Miserables, que en esa prosa súper resumida tiene como 400 páginas, si el tipo se impone una escritura más intensiva, va a ocupar tantos volúmenes como la Enciclopedia Británica.
Se lo digo yo, que estoy tratando de aprender a escribir.
El Stag es un caso triste, nació viejo y mal parido, una lástima, tanto esfuerzo para terminar rechazado por el público yanki.
Pero puedo asegurar que el mismo bolonki que asolaba a BMC (propietaria de Triumph) atacaba a toda la industria inglesa, hasta la aeronautica. No es consuelo de nadie, pero sirve para entender el background.
Amigo Gaucho!!!
EliminarAdmiro su aprendizaje eterno. No tengo dudas, que sus escritos van a ser más valiosos que muchísimas otros escritos que solo lastiman los ojos...
Si hubiesen hecho un Stag para su público inglés y no para el estadounidense, Triumph hubiese tenido una chance más de subsistir.
Por más V8 que le pusieron, no tenía ninguna chance en el mercado al cual apuntaron.
Saludos!!!!!