“Carta anunciando el envío del original
Señor don Joaquín Barrera López. Mérida.
Muy señor mío:
Usted me dispensará de que le envíe este largo relato en
compañía de esta carta, también larga para lo que es, pero como resulta que de
los amigos de don Jesús González de la Riva (que Dios haya perdonado, como a
buen seguro él me perdonó a mí) es usted el único del que guardo memoria de las
señas, a usted quiero dirigirlo por librarme de su compañía, que me quema sólo
de pensar que haya podido escribirlo, y para evitar el que lo tire en un
momento de tristeza, de los que Dios quiere darme muchos por estas fechas, y
prive de esa manera a algunos de aprender lo que yo no he sabido hasta que ha
sido ya demasiado tarde.

Voy a explicarme un poco. Como desgraciadamente no se me
oculta que mi recuerdo más ha de tener de maldito que de cosa alguna, y como
quiero descargar, en lo que pueda, mi conciencia con esta pública confesión,
que no es poca penitencia, es por lo que me he inclinado a relatar algo de lo
que me acuerdo de mi vida. Nunca fue la memoria mi punto fuerte, y sé que es
muy probable que me haya olvidado de muchas cosas incluso interesantes, pero a pesar
de ello me he metido a contar aquella parte que no quiso borrárseme de la
cabeza y que la mano no se resistió a trazar sobre el papel, porque otra parte hubo
que al intentar contarla sentía tan grandes arcadas en el alma que preferí callármela
y ahora olvidarla.

Al empezar a escribir esta especie de memorias me daba buena
cuenta de que algo habría en mi vida —mi muerte, que Dios quiera abreviar— que
en modo alguno podría yo contar; mucho me dio que cavilar este asuntillo y, por
la poca vida que me queda, podría jurarle que en más de una ocasión pensé
desfallecer cuando la inteligencia no me esclarecía dónde debía poner punto
final. Pensé que lo mejor sería empezar y dejar el desenlace para cuando Dios
quisiera dejarme de la mano, y así lo hice; hoy, que parece que ya estoy
aburrido de todos los cientos de hojas que llené con mi palabrería, suspendo
definitivamente el seguir escribiendo para dejar a su imaginación la
reconstrucción de lo que me quede todavía de vida, reconstrucción que no ha de
serle difícil, porque, a más de ser poco seguramente, entre estas cuatro
paredes no creo que grandes nuevas cosas me hayan de suceder.

Me atosigaba, al empezar a redactar lo que le envío, la idea
de que por aquellas fechas ya alguien sabía si había de llegar al fin de mi
relato, o dónde habría de cortar si el tiempo que he gastado hubiera ido mal
medido y esa seguridad de que mis actos habían de ser, a la fuerza, trazados
sobre surcos ya previstos, era algo que me sacaba de quicio. Hoy, más cerca ya
de la otra vida, estoy más resignado. Que Dios se haya dignado darme su perdón.
Noto cierto descanso después de haber relatado todo lo que pasé, y hay momentos
en que hasta la conciencia quiere remorderme menos.

Confío en que usted sabrá entender lo que mejor no le digo,
porque mejor no sabría. Pesaroso estoy ahora de haber equivocado mi camino,
pero ya ni pido perdón en esta vida. ¿Para qué? Tal vez sea mejor que hagan
conmigo lo que está dispuesto, porque es más que probable que si no lo hicieran
volviera a las andadas. No quiero pedir el indulto, porque es demasiado lo malo
que la vida me enseñó y mucha mi flaqueza para resistir al instinto. Hágase lo
que está escrito en el libro de los Cielos.
Reciba, señor don Joaquín, con este paquete de papel
escrito, mi disculpa por haberme dirigido a usted, y acoja este ruego de perdón
que le envía, como si fuera el mismo don Jesús, su humilde servidor.
Pascual Duarte
Cárcel de Badajoz, 15 de febrero de 1937.
CLÁUSULA DEL TESTAMENTO OLÓGRAFO OTORGADO POR DON JOAQUÍN
BARRERA LÓPEZ, QUIEN POR MORIR SIN DESCENDENCIA LEGÓ SUS BIENES A LAS MONJAS
DEL SERVICIO DOMÉSTICO
Cuarta: Ordeno que el paquete de papeles que hay en el cajón
de mi mesa de escribir, atado con bramante y rotulado en lápiz rojo diciendo:
Pascual Duarte, sea dado a las llamas sin leerlo, y sin demora alguna, por
disolvente y contrario a las buenas costumbres. No obstante, y si la
Providencia dispone que, sin mediar malas artes de nadie, el citado paquete se
libre durante dieciocho meses de la pena que le deseo, ordeno al que lo
encontrare lo libre de la destrucción, lo tome para su propiedad y disponga de
él según su voluntad, si no está en desacuerdo con la mía.
Dado en Mérida (Badajoz) y en trance de muerte, a 11 de mayo
de 1937.
A la memoria del insigne patricio don Jesús González de la
Riva, Conde de Torremejía quien al irlo a rematar el autor de este escrito le
llamó Pascualillo y sonría.
P.D.”
(Camilo José Cela: “La familia de Pablo Duarte”, 1942)