Desde mi encuentro con Gandhi, es decir, desde mi lectura del libro que le dedicó Romain Rolland (1924), sentí un inmenso fervor por ese hombre que considero el más grande de nuestro siglo. Había influido en mi vida y gracias a sus enseñanzas pude sobrellevar mejor ciertas pruebas de lo que las hubiera soportado dando rienda suelta a mis impulsos indisciplinados. Sabía pues que lo único que perseguían, que castigaban, que querían destruir en mí era la libertad de pensamiento. Y esta comprobación me parecía tanto más grave para el país. En efecto, durante mi estadía en el Buen Pastor había descubierto, entre otras cosas, que la cárcel material es menos penosa, hasta menos peligrosa moralmente para los inocentes que la otra cárcel: la que había conocido en las casas, en las calles de Buenos Aires, en el aire mismo que respiraba. Esa otra cárcel invisible nace del miedo a la cárcel, y bien lo saben los dictadores.
¿Qué es un preso? Un preso es un hombre que no tiene derecho de vivir sin que cada uno de sus gestos, de sus actos, sea controlado, interpretado. No puede pronunciar una palabra sin exponerse a ser oído por un tercero que hará de esa palabra el uso que le dé la gana. Cada línea que escribe es leída, no sólo por la persona a quien va dirigida, sino por indiferentes, quizá hostiles; de ellos dependerá que esa línea llegue o no a su destinatario. El preso es espiado, aun cuando duerme. Recuerdo una de las interminables noches del Buen Pastor. Estábamos once mujeres en la misma sala. Como no podía dormir —sufría de un insomnio exacerbado por el concierto de ronquidos— me preguntaba qué hora sería (nos habían quitado los relojes al entrar). Una de mis compañeras, al verme sentada en la cama y tapándome los oídos, tuvo la bondad de venir a preguntarme si me sentía mal. ¿Te acuerdas, querida Nélida Pardo? Tu camisón blanco, de tela burda, lencería del Buen Pastor, concentró por un momento los débiles rayos de luz que entraban desde fuera. No bien te aproximaste a mi cama, la cabeza de una celadora que montaba guardia en el patio surgió contra el vidrio de la puerta enrejada. Sólo me quedó tiempo para decirte entre dientes: “No es nada. Son ronquidos. Andate”. Fingiste entonces ir a beber una taza de agua —desde luego, no había vasos— para justificar ese inusitado paseo nocturno. Luego volviste a acostarte como una niña desobediente que se siente culpable. ¡Y qué culpa! Un gesto de humanidad cuya dulzura no olvidaré nunca y que todavía me llena los ojos de lágrimas.
El hecho de
ser un animal enjaulado, casi constantemente mirado por uno o varios pares de
ojos, es por sí solo un suplicio.
Pero durante estos últimos años de dictadura, no era necesario alojarse en el Buen Pastor o en la Penitenciaría para tener esa sensación de vigilancia continua. Se la sentía, lo repito, en las casas de familia, en la calle, en cualquier lugar y con caracteres quizá más siniestros por ser solapados. Desde luego, la celadora no vigilaba nuestro sueño; no estaba allí para impedir que un alma caritativa tuviera, imaginando nuestra congoja, el gesto espontáneo de las madres que se inclinan sobre la cama de un niño; de un niño que no duerme y que en la oscuridad tiene miedo, como decía el poeta, “du vent, des loups, de la tempête”.
En la
cárcel, uno tenía por lo menos la satisfacción de sentir que al fin tocaba
fondo, vivía en la realidad. La cosa se había materializado. Esa
fue mi primera reacción: “Ya estoy fuera de la zona de falsa libertad; ya estoy
al menos en una verdad. Te agradezco, Señor, que me hayas concedido
esta gracia. Estos temidos cerrojos, estas paredes elocuentes, esta vigilancia
desenmascarada, esta privación de todo lo que quiero —y que ya padecía
moralmente cuando aparentaba estar en libertad—, la padezco por fin
materialmente. Te agradezco este poder vivir en la verdad, Dios desconocido, el
único capaz de colmarme concediéndome inexorablemente mis votos más ardientes.
¡Siempre he querido la verdad! por encima de todo, como si ella fuera la forma
palpable de la libertad: pues bien, aquí la toco”
(Victoria Ocampo: “La hora de la verdad” 1955)
A todos nos llega el momento, tocar fondo por nuestra voluntad o por designios ajenos es cuestión de tiempo solamente.
ResponderEliminarY cada uno tiene su visión de su peor momento: alguno declarará que sufrió veinte horas flotando en el naufragio del Titanic y otro dirá que la vecinita le hizo fuck you con el dedo desde la ventana, y los dos tendrán razón, tocar fondo no es cuestión absoluta sino relativa, y cada uno tiene su relatividad, ya lo dijo el Tío Alberto mientras viajaba en tren y contaba los pasos de otro señor por el pasillo, comparando con los palos de luz que pasaban raudos por la ventana.
Una lástima que no tuviéramos más trabajos de IES, fue una patriada que estaba condenada al fracaso desde el primer momento. No se puede revivir a un muerto, y aunque lo agarre a patadas, no se va a levantar.
Como dice Ocampo, lo bueno de tocar fondo es que uno está tocando la realidad. Uno ya no puede hacerse el desentendido de lo que le está pasando y de ahí solo queda salir a flote.
EliminarEs bueno encontrar las palabras que a uno lo despiertan.
El IES es como el Lada Niva. Si se hacía en un régimen cerrado, todavía estaba en producción.
No lo veo como un fracaso, porque nunca se soñó como éxito. Tal vez se vendieron más unidades que las que realmente pensaron....
Saludos!!!!!
Una rareza para alguien de este lado, es como salido de una realidad paralela!
ResponderEliminarTenía entendido que es un derivado del 2CV, es así?
En todo caso me parece agradable aunque para ser todo terreno algo le harían al motor, por que en el caso del 2CV no es que hubiese mucha potencia. Sin embargo es cierto que para el Mehari le bastaba, y este Gringo creo que portaba carrocería ligera.
Saludos!
Hoy es una rareza también en estas tierras... La verdad es que servía para poco peso. Para mí fue más un ejercicio de diseño, que un todo terreno...
EliminarSaludos Antonio!!!!