martes, 4 de julio de 2023

Ferrari F50 (1995)

Una mañana, al despertar Gregorio Samsa de un sueño agitado, se encontró sobre su cama convertido en un horrible insecto. Estaba acostado sobre su espalda, y esta era dura como un caparazón. Al levantar un poco la cabeza pudo ver su vientre curvo, oscuro, dividido en partes rígidas y arqueadas. Sobre esas protuberancias a duras penas podía sostenerse el cubrecama, que estaba a punto de resbalar al suelo. Tenía muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su cuerpo, y se agitaban con desesperación ante sus ojos.

«¿Qué me ocurrió?», pensó.

No era un sueño. Su habitación, una habitación común y corriente, aunque algo pequeña, permanecía tranquila entre sus cuatro paredes familiares. Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de telas desempaquetas —pues Samsa era viajante de comercio— colgaba la lámina que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama arreglada con un sombrero y una boa de piel; estaba sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.

La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana. El tiempo lluvioso —se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana— lo ponía muy melancólico.

«¿Qué pasaría —pensó— si continúo durmiendo un poco más y me olvido de todo este disparate?».

Pero eso era completamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, y en su estado actual no podía colocarse en esa postura. Aunque se lanzaba con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas enloquecidas. Dejó de hacerlo cuando comenzó a notar en el costado un dolor leve y sostenido que nunca antes había sentido.

«¡Dios mío qué profesión tan dura he elegido!», pensó. Un día tras otro viajando. Los trabajos así son peores que en el almacén de la ciudad. Tengo que soportar este ajetreo de viajar, estar al tanto de las combinaciones de trenes, comer mal y a cualquier hora, y tratar con personas nuevas todo el tiempo. Nunca puedo tener una relación duradera, una amistad verdadera. ¡Que se vaya todo al diablo!».

Sintió un leve picor en el vientre. Con la espalda se deslizó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos que no sabía a qué se debían. Quiso palparlos con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos. Se deslizó de nuevo a su posición inicial. 

«Esto de levantarse temprano —pensó— lo vuelve a uno un idiota. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes viven como reyes. Cuando yo vuelvo por la mañana a la pensión para pasar en limpio los pedidos que he conseguido, ellos todavía están sentados tomando el desayuno. Si yo intentara hacerlo, mi jefe me echaría a la calle. Pero ¿quién sabe, en definitiva, si no sería lo mejor para mí? Si no tuviese que contenerme por respeto a mis padres, ya me hubiese ido del trabajo hace tiempo.

Me hubiese presentado ante el jefe y le hubiese cantado las cuarenta con toda mi alma. ¡Se caería del escritorio! ¿Qué clase de costumbre es esa de sentarse sobre el escritorio y, desde la altura, hablar hacia abajo con el empleado? Además, por culpa de la sordera del jefe, tiene uno que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo. Si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él —puedo tardar todavía entre cinco y seis años— lo haré con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco».

Miró hacia el despertador que hacía «tictac» sobre el armario. «¡Dios mío!», pensó. Eran las seis y media, y las agujas del reloj seguían tranquilamente hacia adelante; incluso ya había pasado la media, eran ya casi las siete menos cuarto. «¿Es que no había sonado el despertador?». Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que había sonado. Sí, pero... ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Al parecer había dormido mal, pero sin dudas profundamente.


(Franz Kafka: "La Transformación" 1915)

2 comentarios:

  1. He sabido de este libro pero no lo leí nunca, por eso le pregunto: qué eran los puntos blancos? le aseguro que hasta los busqué en el ChatGTP y no pude averiguar nada.
    Bburago hizo un buen trabajo, aunque el resultado no me convence demasiado, pero tal vez sea por las características del original, no es mi Ferrari favorita.

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    Respuestas
    1. ¿En serio no está dentro de sus favoritas? Para mi es una buena sucesora de la F40. No está cerca de ese nivel, pero tiene su personalidad.
      ¿Los puntos blancos? Supongo que ni el propio Frank podría explicarlo...

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Un clásico devorando litros....

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