A la
invitación a pacificar el país que hizo el gobierno en el mes de junio próximo
pasado, SUR contestó con estas dos páginas que debieron aparecer en el nº 236
(septiembre-octubre). Pero como la revista es bimensual, la comedia de la
pacificación, al ejemplo de tantas otras, terminó, y el siniestramente famoso
discurso del 31 de agosto fue pronunciado cuando SUR estaba todavía en la
imprenta.
Las páginas se suprimieron, pues mal podía hablarse de pacificación
en la atmósfera creada por las nuevas declaraciones del presidente depuesto.
Los discursos verídicos y moderados de los dirigentes políticos fueron
calificados por él de superficiales e insolentes. En adelante estaba agotada la
reserva de inmensa paciencia y extraordinaria tolerancia con que nos había
colmado generosamente. Conocíamos bastante bien la extensión de esa paciencia,
de esa tolerancia. En lo que me concierne personalmente —y hubiera podido
pasarlo peor— en 1953 estuve presa 27 días sin que me explicaran claramente a
qué respondía ese castigo. En dos ocasiones habían allanado mi casa (y una vez
la revista); registraron mis armarios, mis cajones; leyeron mis papeles, mis
cartas (ninguno concernía al gobierno, ni tenía relación directa con la
política).
Desde mi
encuentro con Gandhi, es decir, desde mi lectura del libro que le dedicó Romain
Rolland (1924), sentí un inmenso fervor por ese hombre que considero el más
grande de nuestro siglo. Había influido en mi vida y gracias a sus enseñanzas
pude sobrellevar mejor ciertas pruebas de lo que las hubiera soportado dando
rienda suelta a mis impulsos indisciplinados. Sabía pues que lo único que
perseguían, que castigaban, que querían destruir en mí era la libertad de
pensamiento. Y esta comprobación me parecía tanto más grave para el país. En
efecto, durante mi estadía en el Buen Pastor había descubierto, entre otras
cosas, que la cárcel material es menos penosa, hasta menos peligrosa moralmente
para los inocentes que la otra cárcel: la que había conocido en las casas, en
las calles de Buenos Aires, en el aire mismo que respiraba. Esa otra cárcel
invisible nace del miedo a la cárcel, y bien lo saben los dictadores.
¿Qué es un
preso? Un preso es un hombre que no tiene derecho de vivir sin que cada uno de
sus gestos, de sus actos, sea controlado, interpretado. No puede pronunciar una
palabra sin exponerse a ser oído por un tercero que hará de esa palabra el uso
que le dé la gana. Cada línea que escribe es leída, no sólo por la persona a
quien va dirigida, sino por indiferentes, quizá hostiles; de ellos dependerá
que esa línea llegue o no a su destinatario. El preso es espiado, aun cuando
duerme. Recuerdo una de las interminables noches del Buen Pastor. Estábamos
once mujeres en la misma sala. Como no podía dormir —sufría de un insomnio
exacerbado por el concierto de ronquidos— me preguntaba qué hora sería (nos
habían quitado los relojes al entrar). Una de mis compañeras, al verme sentada
en la cama y tapándome los oídos, tuvo la bondad de venir a preguntarme si me
sentía mal. ¿Te acuerdas, querida Nélida Pardo? Tu camisón blanco, de tela
burda, lencería del Buen Pastor, concentró por un momento los débiles rayos de
luz que entraban desde fuera. No bien te aproximaste a mi cama, la cabeza de
una celadora que montaba guardia en el patio surgió contra el vidrio de la
puerta enrejada. Sólo me quedó tiempo para decirte entre dientes: “No es nada.
Son ronquidos. Andate”. Fingiste entonces ir a beber una taza de agua —desde
luego, no había vasos— para justificar ese inusitado paseo nocturno. Luego
volviste a acostarte como una niña desobediente que se siente culpable. ¡Y qué
culpa! Un gesto de humanidad cuya dulzura no olvidaré nunca y que todavía me
llena los ojos de lágrimas.
El hecho de
ser un animal enjaulado, casi constantemente mirado por uno o varios pares de
ojos, es por sí solo un suplicio.
Pero
durante estos últimos años de dictadura, no era necesario alojarse en el Buen
Pastor o en la Penitenciaría para tener esa sensación de vigilancia continua.
Se la sentía, lo repito, en las casas de familia, en la calle, en cualquier
lugar y con caracteres quizá más siniestros por ser solapados. Desde luego, la
celadora no vigilaba nuestro sueño; no estaba allí para impedir que un alma
caritativa tuviera, imaginando nuestra congoja, el gesto espontáneo de las
madres que se inclinan sobre la cama de un niño; de un niño que no duerme y que
en la oscuridad tiene miedo, como decía el poeta, “du vent, des loups, de la
tempête”.
No. Fuera de las cárceles no había celadora, pero nuestro sueño
estaba infestado de pesadillas premonitorias, porque nuestra vida misma era un
mal sueño. Un mal sueño en que no podíamos echar una carta al correo, por
inocente que fuese, sin temer que fuera leída. Ni decir una palabra por
teléfono sin sospechar que la escucharan y que quizá la registraran. En que
nosotros, los escritores, no teníamos el derecho de decir nuestro pensamiento
íntimo, ni en los diarios, ni en las revistas, ni en los libros, ni en las
conferencias —que por otra parte se nos impedía pronunciar— pues todo era
censura y zonas prohibidas. Y en que la policía —ella sí tenía todos los
derechos— podía disponer de nuestros papeles y leer, si le daba la gana, cartas
escritas veinte años antes del complot de las bombas de 1953 en la Plaza de
Mayo; complot de que nos sospechaban partícipes por el sólo hecho de ser
“contreras”. Puede decirse sin exagerar que vivíamos en un estado de perpetua
violación. Todo era violado, la correspondencia, la ley, la libertad de
pensamiento, la persona humana. La violación de la persona humana era la tortura,
como me decía en términos muy exactos Carmen Gándara.
En la
cárcel, uno tenía por lo menos la satisfacción de sentir que al fin tocaba
fondo, vivía en la realidad. La cosa se había materializado. Esa
fue mi primera reacción: “Ya estoy fuera de la zona de falsa libertad; ya estoy
al menos en una verdad. Te agradezco, Señor, que me hayas concedido
esta gracia. Estos temidos cerrojos, estas paredes elocuentes, esta vigilancia
desenmascarada, esta privación de todo lo que quiero —y que ya padecía
moralmente cuando aparentaba estar en libertad—, la padezco por fin
materialmente. Te agradezco este poder vivir en la verdad, Dios desconocido, el
único capaz de colmarme concediéndome inexorablemente mis votos más ardientes.
¡Siempre he querido la verdad! por encima de todo, como si ella fuera la forma
palpable de la libertad: pues bien, aquí la toco”
(Victoria Ocampo: “La hora
de la verdad” 1955)