Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre.
Son buena gente, no digo que no, pero
a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi
autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos
que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil
que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. A D.B. tampoco le he contado
más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood. Como no está muy lejos de este
antro, suele venir a verme casi todos los fines de semana. El será quien me
lleve a casa cuando salga de aquí, quizá el mes próximo. Acaba de comprarse un
«Jaguar», uno de esos cacharros ingleses que se ponen en las doscientas millas
por hora como si nada. Cerca de cuatro mil dólares le ha costado. Ahora está
bien el tío. Antes no. Cuando vivía en casa era sólo un escritor corriente y
normal. Por si no saben quién es, les diré que ha escrito El pececillo secreto,
que es un libro de cuentos fenomenal. El mejor de todos es el que se llama
igual que el libro. Trata de un niño que tiene un pez y no se lo deja ver a
nadie porque se lo ha comprado con su dinero. Es una historia estupenda. Ahora
D.B. está en Hollywood prostituyéndose. Si hay algo que odio en el mundo es el
cine. Ni me lo nombren.
Empezaré por el día
en
que salí de Pencey, que es un colegio que hay en Agerstown, Pennsylvania.
Habrán oído hablar de él. En todo caso, seguro que han visto la propaganda. Se
anuncia en miles de revistas siempre con un tío de muy buena facha montado en
un caballo y saltando una valla.
Como si en Pencey no se hiciera otra cosa que
jugar todo el santo día al polo. Por mi parte, en todo el tiempo que estuve
allí no vi un caballo ni por casualidad. Debajo de la foto del tío montando
siempre dice lo mismo: «Desde 1888 moldeamos muchachos transformándolos en
hombres espléndidos y de mente clara.» Tontadas. En Pencey se moldea tan poco como
en cualquier otro colegio. Y allí no había un solo tío ni espléndido, ni de
mente clara. Bueno, sí. Quizá dos. Eso como mucho. Y probablemente ya eran así
de nacimiento.
Pero como les iba
diciendo, era el sábado del partido de fútbol contra Saxon Hall. A ese partido
se le tenía en Pencey por una cosa muy seria. Era el último del año y había que
suicidarse o -poco menos si no ganaba el equipo del colegio. Me acuerdo que
hacia las tres, de aquella tarde estaba yo en lo más alto de Thomsen Hill junto
a un cañón absurdo de esos de la Guerra de la Independencia y todo ese follón.
No se veían muy bien los graderíos, pero sí se oían los gritos, fuertes y
sonoros los del lado de Pencey, porque estaban allí prácticamente todos los alumnos
menos yo, y débiles y como apagados los del lado de Saxon Hall, porque el
equipo visitante por lo general nunca se traía muchos partidarios.
A los encuentros no
solían
ir muchas chicas. Sólo los más mayores podían traer invitadas. Por donde
se le mirase era un asco de colegio. A mí los que me gustan son esos sitios
donde, al menos de vez en cuando, se ven unas cuantas chavalas aunque sólo
estén rascándose un brazo, o sonándose la nariz, o riéndose, o haciendo lo que
les dé la gana. Selma Thurner, la hija del director, sí iba con bastante
frecuencia, pero, vamos, no era
exactamente el tipo de chica como para volverle
a uno loco de deseo. Aunque simpática sí era. Una vez fui sentado a su lado en
el autobús desde Agerstown al colegio y nos pusimos a hablar un rato. Me cayó
muy bien. Tenía una nariz muy larga, las uñas todas comidas y como
sanguinolentas, y llevaba en el pecho unos postizos de esos que parece que van
a pincharle a uno, pero en el fondo daba un poco de pena. Lo que más me gustaba
de ella es que nunca te venía con el rollo de lo fenomenal que era su padre.
Probablemente sabía que era un estúpido.
(J.D.Salinger: "El guardián en el centeno" 1951)