Ya todos los que habían conseguido escapar de la muerte estaban sanos y salvos en sus casas, a excepción de Odiseo, que se hallaba cautivo de la ninfa Calipso. Ella lo tenía preso en la isla de Ogigia, deseosa de tomarlo por esposo. Ya había llegado el tiempo decretado por los dioses para que regresara a Ítaca, su patria, y todas las deidades se apiadaban de él, excepto Poseidón, a cuyo hijo Polifemo había cegado.
Un día se reunió la asamblea de los dioses: todos se habían dado cita en el palacio del olímpico Zeus, excepto Poseidón, quien se encontraba en el lejano país de los etíopes, donde asistía a unos sacrificios que habían preparado en su honor. Recordando el ejemplo de Egisto, a quien Orestes había dado muerte, el padre de los hombres fue el primero en tomar la palabra: —Los humanos nos echan la culpa de sus males, cuando en verdad son ellos quienes se los buscan con sus propias locuras. Aunque enviamos a Hermes para desalentarlo, Egisto se casó igualmente con la esposa de Agamenón y lo mató cuando este volvía a su casa.Le respondió Atenea, la diosa de ojos
glaucos:
—Has dicho la verdad. Y ojalá perezcan igual que él quienes se atrevan a imitar su ejemplo. Pero es distinto el caso de Odiseo. ¿Acaso olvidó hacerte un sacrificio? ¿Tan enojado estás con él? Y Zeus, el que junta las nubes, respondió:
—¿Qué palabras son esas, hija mía? ¿Cómo
podría olvidarme del divino Odiseo, que por su ingenio y sus ofrendas a los
dioses siempre se destacó entre los demás hombres? Es Poseidón, el que sacude
el suelo, el que sigue enojado con él, a causa de su hijo Polifemo, ya que lo
dejó ciego el héroe. Por eso es que le impide retornar a la patria. Pero ya es
momento de que regrese. Dispongamos su vuelta. Que Poseidón renuncie a su
rencor, porque él solo no podrá contra la voluntad del resto de los dioses.
Le respondió Atenea, la diosa de ojos glaucos:
—Padre Zeus, si al resto de los dioses les
complace su regreso, enviemos a Hermes a la isla de Ogigia, para que le
transmita nuestras órdenes a la ninfa Calipso y ella le permita irse. Yo, por
mi parte, partiré hacia Ítaca, donde le infundiré a su hijo Telémaco coraje
para que llame a una asamblea y se enfrente a los crueles pretendientes que
consumen su hacienda; más tarde lo haré ir a la arenosa Pilos y a Esparta, la
de anchos valles, para buscar noticias del regreso de su querido padre, y para
que se haga fama y renombre entre la gente.
Así dijo, y se colocó en los pies las hermosas sandalias inmortales, con las que podía volar, transportada en el viento, sobre las aguas y la tierra. Y tras tomar la lanza, dio un gran salto desde la cumbre del nevado Olimpo y, rauda, se posó frente a las puertas del palacio de Odiseo, en Ítaca, tomando la apariencia de Mentes, el señor de los tafios.
Encontró a los soberbios pretendientes que jugaban a los dados frente a la puerta del palacio. Hacía mucho tiempo que pasaban el día consumiendo la despensa de la casa de Odiseo, de banquete en banquete, en tanto que esperaban que su esposa Penélope escogiera a uno de ellos para que la desposara. Telémaco, con el corazón angustiado por la ausencia del varón que, en caso de que volviera, expulsaría a aquellos insolentes, fue quien notó primero la presencia de la diosa. Hizo ingresar al huésped al vestíbulo y le tendió la mano, saludándolo: —Sé bienvenido, huésped. Aquí te trataremos como a un amigo. Pero antes de que nos digas a qué has venido, come y sacia tu apetito. Dicho esto, Telémaco hizo entrar a la diosa en el palacio y le ofreció un sillón para sentarse, en un sitio alejado de los pretendientes, para que el griterío de aquellos sinvergüenzas no los perturbara, con la idea de solicitarle al extranjero noticias de su padre, y él mismo tomó asiento junto a ella en una hermosa silla. Tras lavarse las manos, disfrutaron de exquisitos manjares. Poco después, entraron en la sala los viles pretendientes, y luego de que hubieron comido hasta llenarse, Femio, el divino aedo, entonó un hermoso canto. —Querido huésped —le dijo Telémaco a la diosa—, espero que no te enojes por lo que te voy a decir. Estos no tienen otra ocupación más que la música y el canto, y nada les importa, pues consumen impunes la hacienda de otro hombre, un varón cuyos huesos se pudren lejos en alguna playa, o las olas arrastran por los mares. Pero ahora dime por favor quién eres y cómo y con qué fin has llegado a mi casa.
Le respondió Atenea, la diosa de ojos glaucos:
—Soy
Mentes, y me jacto de reinar sobre los tafios. Me dirigía a Temesa a buscar
bronce, y me detuve aquí porque me aseguraron que tu padre había regresado. Sin
duda que los dioses se oponen a su vuelta; porque lo cierto es que Odiseo vive,
aunque está prisionero del océano, en una fértil isla. Yo no soy adivino ni
intérprete de sueños, pero igual te diré lo que va a suceder: no estará mucho
tiempo alejado de su patria, por más fuertes que sean las cadenas que lo tienen
sujeto. Pero dime, ¿qué clase de reunión es esta? ¿Acaso se celebra un
casamiento? ¿Por qué permites semejante despilfarro?
(Homero: "Odisea" Siglo VIII A.C.)