martes, 29 de agosto de 2023

Jordan 191 Ford (1991)

Háblame, Musa, del varón astuto que, luego de arrasar la ciudadela de Troya, anduvo mucho tiempo errante y conoció los hábitos de numerosos pueblos, y soportó penurias, mientras surcaba el mar, pugnando por su vida e intentando ayudar a que los compañeros volvieran a la patria; pero los insensatos se comieron el rebaño del Sol, quien les negó el regreso.

Ya todos los que habían conseguido escapar de la muerte estaban sanos y salvos en sus casas, a excepción de Odiseo, que se hallaba cautivo de la ninfa Calipso. Ella lo tenía preso en la isla de Ogigia, deseosa de tomarlo por esposo. Ya había llegado el tiempo decretado por los dioses para que regresara a Ítaca, su patria, y todas las deidades se apiadaban de él, excepto Poseidón, a cuyo hijo Polifemo había cegado.

Un día se reunió la asamblea de los dioses: todos se habían dado cita en el palacio del olímpico Zeus, excepto Poseidón, quien se encontraba en el lejano país de los etíopes, donde asistía a unos sacrificios que habían preparado en su honor. Recordando el ejemplo de Egisto, a quien Orestes había dado muerte, el padre de los hombres fue el primero en tomar la palabra: —Los humanos nos echan la culpa de sus males, cuando en verdad son ellos quienes se los buscan con sus propias locuras. Aunque enviamos a Hermes para desalentarlo, Egisto se casó igualmente con la esposa de Agamenón y lo mató cuando este volvía a su casa.

Le respondió Atenea, la diosa de ojos glaucos:

—Has dicho la verdad. Y ojalá perezcan igual que él quienes se atrevan a imitar su ejemplo. Pero es distinto el caso de Odiseo. ¿Acaso olvidó hacerte un sacrificio? ¿Tan enojado estás con él? Y Zeus, el que junta las nubes, respondió:

—¿Qué palabras son esas, hija mía? ¿Cómo podría olvidarme del divino Odiseo, que por su ingenio y sus ofrendas a los dioses siempre se destacó entre los demás hombres? Es Poseidón, el que sacude el suelo, el que sigue enojado con él, a causa de su hijo Polifemo, ya que lo dejó ciego el héroe. Por eso es que le impide retornar a la patria. Pero ya es momento de que regrese. Dispongamos su vuelta. Que Poseidón renuncie a su rencor, porque él solo no podrá contra la voluntad del resto de los dioses.

Le respondió Atenea, la diosa de ojos glaucos:

—Padre Zeus, si al resto de los dioses les complace su regreso, enviemos a Hermes a la isla de Ogigia, para que le transmita nuestras órdenes a la ninfa Calipso y ella le permita irse. Yo, por mi parte, partiré hacia Ítaca, donde le infundiré a su hijo Telémaco coraje para que llame a una asamblea y se enfrente a los crueles pretendientes que consumen su hacienda; más tarde lo haré ir a la arenosa Pilos y a Esparta, la de anchos valles, para buscar noticias del regreso de su querido padre, y para que se haga fama y renombre entre la gente.

Así dijo, y se colocó en los pies las hermosas sandalias inmortales, con las que podía volar, transportada en el viento, sobre las aguas y la tierra. Y tras tomar la lanza, dio un gran salto desde la cumbre del nevado Olimpo y, rauda, se posó frente a las puertas del palacio de Odiseo, en Ítaca, tomando la apariencia de Mentes, el señor de los tafios.

Encontró a los soberbios pretendientes que jugaban a los dados frente a la puerta del palacio. Hacía mucho tiempo que pasaban el día consumiendo la despensa de la casa de Odiseo, de banquete en banquete, en tanto que esperaban que su esposa Penélope escogiera a uno de ellos para que la desposara. Telémaco, con el corazón angustiado por la ausencia del varón que, en caso de que volviera, expulsaría a aquellos insolentes, fue quien notó primero la presencia de la diosa. Hizo ingresar al huésped al vestíbulo y le tendió la mano, saludándolo: —Sé bienvenido, huésped. Aquí te trataremos como a un amigo. Pero antes de que nos digas a qué has venido, come y sacia tu apetito.
Dicho esto, Telémaco hizo entrar a la diosa en el palacio y le ofreció un sillón para sentarse, en un sitio alejado de los pretendientes, para que el griterío de aquellos sinvergüenzas no los perturbara, con la idea de solicitarle al extranjero noticias de su padre, y él mismo tomó asiento junto a ella en una hermosa silla. Tras lavarse las manos, disfrutaron de exquisitos manjares. Poco después, entraron en la sala los viles pretendientes, y luego de que hubieron comido hasta llenarse, Femio, el divino aedo, entonó un hermoso canto. —Querido huésped —le dijo Telémaco a la diosa—, espero que no te enojes por lo que te voy a decir. Estos no tienen otra ocupación más que la música y el canto, y nada les importa, pues consumen impunes la hacienda de otro hombre, un varón cuyos huesos se pudren lejos en alguna playa, o las olas arrastran por los mares. Pero ahora dime por favor quién eres y cómo y con qué fin has llegado a mi casa.

Le respondió Atenea, la diosa de ojos glaucos:

 —Soy Mentes, y me jacto de reinar sobre los tafios. Me dirigía a Temesa a buscar bronce, y me detuve aquí porque me aseguraron que tu padre había regresado. Sin duda que los dioses se oponen a su vuelta; porque lo cierto es que Odiseo vive, aunque está prisionero del océano, en una fértil isla. Yo no soy adivino ni intérprete de sueños, pero igual te diré lo que va a suceder: no estará mucho tiempo alejado de su patria, por más fuertes que sean las cadenas que lo tienen sujeto. Pero dime, ¿qué clase de reunión es esta? ¿Acaso se celebra un casamiento? ¿Por qué permites semejante despilfarro?


(Homero: "Odisea" Siglo VIII A.C.)

martes, 22 de agosto de 2023

Bentley Continental R (2015)

Alicia estaba empezando a aburrirse allí sentada en la orilla junto a su hermana, sin tener nada que hacer; había echado un par de ojeadas al libro que esta leía, pero no tenía dibujos ni diálogos, y «¿para qué puede servir un libro sin dibujos ni diálogos?», se preguntaba Alicia.

De modo que estaba deliberando consigo misma (lo mejor posible, porque el día caluroso la hacía sentirse soñolienta y boba), tratando de decidir si el placer de hacer una guirnalda de margaritas justificaba el esfuerzo de ponerse de pie y recoger las flores, cuando de pronto pasó corriendo muy cerca de ella un conejo blanco de ojos rojos.

Eso no tenía nada de demasiado particular, y tampoco le pareció demasiado desacostumbrado a Alicia que el Conejo se dijese:

—¡Ay, ay, ay, que llego tarde!

(Fue sólo mucho después, cuando volvió a pensar en eso, que se le ocurrió que habría debido desconcertarse; en ese momento le pareció bastante natural). Pero cuando el Conejo sacó un reloj del bolsillo del chaleco —nada menos—, lo miró y después apuró el paso, Alicia se puso de pie de un salto porque de golpe se le cruzó por la mente que jamás había visto antes a un conejo con bolsillo de chaleco ni con reloj para sacar de ese bolsillo y, ardiendo de curiosidad, corrió por el campo en su persecución, y llegó justo a tiempo para verlo desaparecer por una gran madriguera que había debajo del cerco.

Un instante después iba Alicia tras de él, sin pensar ni por un momento cómo se las iba a ingeniar para volver a salir.

La madriguera se prolongaba primero en línea recta, como un túnel, y luego se hundía de pronto, tan de pronto que Alicia no había tenido siquiera tiempo de empezar a pensar en detenerse cuando ya se encontró cayendo en lo que parecía ser un pozo muy profundo.

Una de dos, o el pozo era muy profundo o ella caía muy lentamente… porque —mientras caía— tuvo todo el tiempo del mundo para mirar a su alrededor, y para preguntarse qué pasaría después. Primero trató de mirar hacia abajo y de averiguar hacia dónde se dirigía, pero estaba demasiado oscuro para ver nada. Después miró las paredes del pozo y notó que estaban atestadas de armarios y bibliotecas; de tanto en tanto había mapas y cuadros colgados de clavos. Recogió al pasar un tarro de uno de los estantes; la etiqueta decía Mermelada de naranjas pero, para gran desilusión suya, estaba vacío. No quiso dejarlo caer por miedo de matar a alguien allá abajo, así que se las arregló para colocarlo en uno de los armarios que iban desfilando en su caída.

«¡Bueno —pensó Alicia para sus adentros— después de una caída como esta me va a parecer un chiste bajar rodando por las escaleras! ¡Qué valiente voy a parecerles a todos en casa! ¡Más todavía: no haría el menor comentario ni aunque me cayese del techo de la casa!», (lo que no dejaba de ser muy probablemente cierto).

Abajo, abajo, abajo. ¿No iba a terminar nunca esa caída?

—Me pregunto cuántas millas habré caído ya —dijo en voz alta—. Debo de andar cerca del centro de la Tierra. Veamos un poco: eso serían unas cuatro mil millas de profundidad, me parece… (porque, como bien se ve, Alicia había aprendido muchas cosas de este tipo en las clases de la escuela y, aunque no era esa una oportunidad demasiado adecuada para hacer ostentación de sus conocimientos, ya que no había nadie para escucharla, repetir las lecciones no dejaba de ser un ejercicio muy útil)… sí, creo que es esa más o menos la distancia, pero entonces me pregunto a qué latitud o longitud habré llegado… (Alicia no tenía la más remota idea de qué significaban «latitud» y «longitud», pero consideraba que esas palabras sonaban encantadoramente imponentes).

Pronto volvió a empezar:

—¡Me pregunto si no terminaré por traspasar toda la Tierra! ¡Qué cómico sería aparecerme en medio de esa gente que camina de cabeza! Los Antipáticos, o algo así… (se alegró bastante de que no hubiese nadie escuchando esta vez porque esa palabra no le sonaba para nada), pero voy a tener que preguntarles el nombre del país, claro está. Por favor, señora, ¿estamos en Nueva Zelandia o en Australia?, (y trató de hacer una reverencia mientras hablaba… ¡qué les parece, haciendo reverencias mientras uno se está cayendo en el vacío! ¿Ustedes serían capaces?). Y ¡qué nena ignorante les voy a parecer cuando haga esa pregunta! No, me parece que preguntar no es lo más adecuado; en una de esas lo veo escrito en algún sitio.

Abajo, abajo, abajo. No había ninguna otra cosa que hacer, así que Alicia no tardó en ponerse a hablar nuevamente.

—Dinah me va a extrañar mucho esta noche, me parece. (Dinah era la gata). Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Ay, Dinah querida! ¡Ojalá estuvieses aquí abajo conmigo!, me temo que no hay ratones en el aire, pero podrías cazar un murciélago, y los murciélagos se parecen mucho a los ratones ¿sabías? Pero no estoy tan segura de que los gatos coman murciélagos.

Aquí Alicia empezó a adormilarse un poco y siguió diciéndose como entre sueños:

—¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?

Y a veces:

—¿Comen gatos los murciélagos?

Porque, ¿saben?, como no podía responder a ninguna de las dos preguntas, no importaba demasiado el modo en que las formulase.

Tuvo la sensación de que se estaba adormeciendo y apenas había empezado a soñar que estaba caminando de la mano con Dinah y preguntándole con gran ansiedad: «Quiero que me digas la verdad, Dinah, ¿te comiste alguna vez un murciélago?», cuando de pronto, ¡pof!, ¡pof!, aterrizó en un montón de ramas y hojas secas y terminó la caída.

 

(Lewis Carroll: “Alicia en el país de las maravillas” 1865)

martes, 15 de agosto de 2023

Nissan Skyline 2000 Turbo GT-E.S (1980)

El doctor Wagner se contuvo haciendo un esfuerzo. La cosa tenía mérito. Después dijo:

–Su pedido es un poco desconcertante. Que yo sepa, es la primera vez que un monasterio tibetano encarga una máquina de calcular electrónica. No quisiera parecer curioso, pero estaba lejos de pensar que un establecimiento de esta naturaleza tuviese necesidad de aquella máquina. ¿Puedo preguntarle qué piensa hacer con ella?

El lama se ajustó los faldones de su túnica de seda y dejó sobre la mesa la regla de cálculo con la que acababa de hacer la conversión de libras en dólares.

–Con mucho gusto. Su calculadora electrónica tipo cinco puede hacer, si su catálogo no miente, todas las operaciones matemáticas hasta diez decimales. Sin embargo, me interesan letras y no números. Tendría que pedirles que modificasen el circuito de salida, de modo que imprimiese letras en vez de columnas de cifras.

–No acabo de comprender...

–Desde la fundación de nuestro monasterio, hace más de tres siglos, nos hemos venido consagrando a cierta labor. Es un trabajo que acaso le parezca extraño, y por ello le pido que me escuche con espíritu abierto.

–De acuerdo.

–Es sencillo. Estamos redactando la lista de todos los nombres posibles de Dios.

–¿Cómo?

El lama prosiguió, imperturbable:

–Tenemos excelentes razones para creer que todos estos nombres requieren, como máximo, nueve letras de nuestro alfabeto.

–¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?

–Sí. Y hemos calculado que necesitaríamos quince mil años para completar nuestra tarea.

El doctor lanzó un silbido ahogado, como si estuviera un poco aturdido.

–O.K. Ahora comprendo por qué quiere usted alquilar una de nuestras máquinas. Pero, ¿cuál es el objeto de la operación?

El lama vaciló una fracción de segundo, y Wagner temió haber molestado a aquel singular cliente que acababa de hacer el viaje de Lhassa a Nueva York con una regla de calcular y el catálogo de la “Compañía de Calculadoras Electrónicas” en el bolsillo de su túnica de color azafrán.

–Puede llamarlo ritual si así lo quiere –respondió el lama–, pero tiene una gran importancia en nuestra fe. Los nombres del Ser Supremo, Dios, Júpiter, Jehová, Alá, etc., no son más que rótulos escritos por los hombres. Consideraciones filosóficas demasiado complejas para que se las exponga ahora nos han dado la certidumbre de que, entre todas las permutaciones y combinaciones posibles de letras, se encuentran los verdaderos nombres de Dios. Pues bien, nuestro objeto consiste en encontrarlos y escribirlos todos.

–Ya comprendo. Han empezado ustedes con A.A.A.A.A.A.A.A.A. y terminarán con Z.Z.Z.Z.Z.Z.Z.Z.Z.

–Con la diferencia de que utilizamos nuestro alfabeto. Desde luego, supongo que les será fácil modificar la máquina de escribir electrónica adaptándola a nuestro alfabeto. Pero hay otro problema más interesante, la disposición de circuitos especiales que eliminen las combinaciones inútiles. Por ejemplo, ninguna de las letras debe aparecer más de tres veces sucesivamente.

–¿Tres? Querrá decir dos.

–No. Tres. Pero la explicación detallada requeriría demasiado tiempo, aunque comprendiera usted nuestra lengua.

Wagner dijo, precipitadamente:

–Claro, claro. Prosiga.

–Le será fácil adaptar su calculadora automática para lograr este punto. Convenientemente dispuesta una máquina de este tipo puede permutar las letras unas tras otras e imprimir el resultado. De esta manera –concluyó el lama tranquilamente–, lograremos en cien días lo que nos habría costado quince mil años más.

El doctor Wagner creyó perder el sentido de la realidad. Las luces y los ruidos de Nueva York parecían esfumarse al llegar a las ventanas del edificio. Allá, a lo lejos, en su remoto asilo montañoso, los monjes tibetanos componían desde hacía trescientos años, generación tras generación, su lista de nombres desprovistos de sentido... ¿Acaso la locura de los hombres no tenía un límite? Pero el doctor Wagner no debía manifestar sus pensamientos. El cliente siempre tiene razón...

Respondió:

–No cabe duda de que podemos modificar la máquina tipo cinco de manera que imprima las listas como usted desea. Me preocupa más la instalación y el manejo. Además, no será fácil transportarla al Tibet.

–Esto puede arreglarse. Las piezas sueltas son lo bastante pequeñas para que puedan transportarse en avión. Por esto hemos escogido la máquina de ustedes. Envíen las piezas a la India, y nosotros nos encargaremos de lo demás.

–¿Desean los servicios de dos de nuestros ingenieros?

–Sí, para montar la máquina y vigilarla los cien días.


(Arthur C. Clarke “Los nueve mil millones de nombres de Dios” 1917)

martes, 8 de agosto de 2023

Renault Vivasix Type PG 2 (1928)

Qué empleaducho engreído, pensó Jack Torrance.

Ullman no pasaría de un metro sesenta y cinco, y al moverse lo hacía con la melindrosa rapidez que parece ser especialidad exclusiva de los hombres bajos y regordetes. La raya del pelo era milimétrica, y el traje oscuro, sobrio, pero reconfortante. Un traje que parecía invitar a las confidencias cuando se trataba de un cliente cumplidor, y que transmitía, en cambio, un mensaje más lacónico al ayudante contratado: más vale que sea usted eficiente.

Llevaba un clavel rojo en la solapa, probablemente para que por la calle nadie confundiera a Stuart Ullman con el empresario de pompas fúnebres.

Mientras lo oía hablar, Jack admitió para sus adentros que, muy probablemente, en esas circunstancias no le habría gustado a nadie que estuviera al otro lado del mostrador.

Ullman le había hecho una pregunta, sin que él alcanzara a oírla. Mala suerte; Ullman era una de esas personas capaces de archivar en su computadora mental los errores de este tipo, para tenerlos en cuenta más adelante.

—¿Decía usted?

—Le preguntaba si su mujer conoce realmente la tarea que ha de hacer usted aquí. También está su hijo, claro —echó un vistazo a la solicitud que tenía ante sí—. Daniel. A su esposa, ¿no le asusta un poco la idea?

—Wendy es una mujer extraordinaria.

—Y su hijo, ¿también es extraordinario? Jack sonrió, con una gran sonrisa de «relaciones públicas».

—Es lógico que pensemos que sí. Para sus cinco años es un chico bastante seguro de sí mismo.

Ullman no le devolvió la sonrisa. Guardó la solicitud de Jack en una carpeta, que fue a parar a un cajón. El mostrador había quedado completamente limpio, a no ser por un secante, un teléfono, una lámpara y una bandeja de Entradas/Salidas, también vacía.

Ullman se levantó y fue hacia el archivador colocado en un rincón.

—De la vuelta al mostrador, por favor, señor Torrance.Vamos a ver los planos del hotel.

Volvió con cinco hojas grandes, que desplegó sobre la brillante superficie de nogal del mostrador Jack se quedó de pie junto a él, y notó claramente el olor de la colonia de Ullman. Mis hombres usan «English Leather», o no usan nada. El anuncio le vino a la mente sin motivo alguno, y tuvo que morderse la lengua para dominar un ataque de risa. Desde el otro lado de la pared, débilmente, llegaban los ruidos de la cocina del «Overlook Hotel», al parecer, estaba terminando el servicio de comidas.

La última planta —anunció con viveza Ullman—, es el desván. Ahí no hay ahora mas que trastos. El «Overlook» ha cambiado de manos varías veces desde la guerra y parece que cada uno de los directores ha ido echando al desván todo lo que no quería. Quiero que se pongan ahí ratoneras y cebos envenenados esparcidos. Algunas camareras de la tercera planta dicen que han oído ruidos como de algo que corriera. Yo no lo creo, ni por un momento, pero no debe haber ni siquiera una oportunidad entre cien de que una sola rata se aloje en el «Overlook».

Jack, que sospechaba que todos los hoteles del mundo alojaban una o dos ratas, se calló la boca.

—Naturalmente, no dejará usted que su hijo suba al desván bajo ninguna circunstancia.

—No —contesto Jack, y volvió a mostrar su sonrisa de «relaciones públicas». Que situación más humillante. ¿Acaso ese empleaducho engreído, piensa que voy a dejar a mi hijo jugar en un desván con ratoneras, atestado de trastos y de sabe Dios que otras cosas?.

Ullman hizo a un lado el plano del desván y lo puso debajo de los otros.

—El «Overlook» tiene ciento diez habitaciones —anuncio con voz educada—. Treinta de ellas, todas suites, están aquí en la tercera planta.

Diez en el ala oeste (incluyendo la suite presidencial), diez en el centro y las otras diez en el ala este. Todas ellas tienen una vista estupenda.

¿No podrías, por lo menos, dejar de hacerme el artículo?

Lo pensó, pero se quedó callado. Necesitaba el empleo. Ullman puso la tercera planta debajo de las demás y los dos examinaron el plano de la segunda.

—Cuarenta habitaciones —explicó Ullman— treinta dobles y diez individuales. Y en la primera planta, veinte de cada clase. Además, tres armarios de ropa blanca en cada planta y los almacenes uno en el extremo este de la segunda planta, y otro en el extremo oeste de la primera ¿Alguna pregunta?

Jack negó con la cabeza y Ullman hizo a un lado los planos de la primera y segunda planta.

—Bueno, ahora la planta baja. Aquí en el centro, está el mostrador de recepción. Detrás de él la administración. El vestíbulo mide veinticinco metros a cada lado del mostrador. Aquí en el ala oeste, están el comedor «Overlook» y el salón «Colorado». El salón de banquetes y el de baile ocupan el ala este. ¿Alguna pregunta?.

—Solo referente al sótano, que para el vigilante de invierno es el lugar más importante —respondió Jack—. Vamos donde se desarrolla la acción.

—Todo eso se lo enseñará a usted Watson. El plano de los sótanos está en la pared del cuarto de calderas —frunció el ceño con aire de importancia, quizá dando a entender que como director a él no le concernían aspectos del funcionamiento del «Overlook» tan terrenales como las calderas y la fontanería—. Tal vez no sea mala idea poner algunas ratoneras ahí abajo también. Espere un minuto.


(Stephen King: "El resplandor" 1977)

martes, 1 de agosto de 2023

Pontiac Firebird Trans Am (1969)

Aquella mañana, Juan andaba con un saquillo de tela azúl atado á la cintura y sujeta la abertura con la mano izquierda, mientras con la derecha cogía puñados de trigo y cada tres pasos lo lanzaba al aire para dejarlo caer en los surcos del arado. Sus gruesos zapatones agujereaban y arrastraban la tierra, removida cada vez que levantaba sus piés al compás del monótono balanceo que daba á su cuerpo al andar, en tanto que á cada movimiento del brazo dejaba ver. los vivos encarnados de una chaquetilla de uniforme muy usada. Caminaba con aire majestuoso, y detrás de él iba un arado que arrastraban dos caballos castigados por el látigo del mayoral que los guiaba.

El pedazo de tierra, que tendría una media hectárea escasa, era tan poco importante, que el señor Honrdequin, dueño de la Borderie, no había querido mandar á ella la máquina de sembrar que tenía ocupada en otra parte. Juan, que estaba recorriendo aquella tierra de Sud á Norte, tenía delante de sí, y á dos kilómetros de distancia, los edificios de la granja. Cuando llegó al final del surcó que sembraba, levantó los ojos, miró sin ver nada y respiró un momento.

Los edificios eran de paredes bajas, formando en su conjunto una especie de mancha negra perdida en el llano que se extendía hacia Chartrest. Bajo el ancho cielo, obscuro y nublado, propio de fines de octubre, diez leguas de tierra cultivada alternaban con los extensos pedazos de verdura natural, sin que en toda esa extensión se viera ni un cortijo, ni un árbol, ni nada que alterase la monotonía del panorama y aquella sucesión de terrenas qué iban á perderse allá en el horizonte. Sólo por el lado del Oeste se advertía un bosquecilio que formaba otra mancha obscura.
En medio una carretera, la carretera de Chateaudun á Orleans, blanquecina, polvorienta, iba formando una línea recta en una extensión de cuatro leguas, siguiendo la línea geométrica que formaban los patos del telégrafo; y en los bordes del camino, en toda esa extensión, sólo tres ó cuatro molinos de viento se veían, alterando la abrumadora uniformidad del paisaje. Algunos pueblecillos formaban islotes de piedra en aquel mar; un campanario á lo lejos surgía de un pliegue del terreno, sin que pudiera ser vista la iglesia, por las suaves ondulaciones de aquella tierra sembrada.

Pero Juan se volvió y emprendió de nuevo su paseo de Norte á Sur, con el mismo balanceo de cuerpo, con la mano izquierda en la abertura del saquillo de sembrar, y con la derecha sacudiendo el aire, tirando continuamente puñados de simiente. Ahora tenía delante de sí, muy cerca, cortando la llanura como si fuese un foso, el estrecho vallecillo del Aigre, más allá del cual comienza de nuevo la Beauce, inmensa, y que se extiende hasta Orleans. No se adivinaban los prados y la sombra de los árboles más que por una línea de grandes pinos, cuyas copas amarillentas sobresalían por encima del bosquecillo como si fueran la punta de los hierros de una verja que encerrara el bosque.
Del pueblecillo de Rognes, edificado en la falda del monte, sólo se veían algunos tejados alrededor de la iglesia que lanzaba al aire su elevado campanario de pizarras grises, habitado por familias muy antiguas de cuervos. Y por la parte del Este, al otro lado del valle del Loir, donde dos leguas más allá se ocultaba Cloyes, la cabeza del partido, se perfilaban las lejanas casitas de campo del Perche. Encontrábase uno allí en el antiguo Dunois, convertido hoy en el distrito de Chateaudun, entre el Perche y la Beauce, en la falda misma de ésta, y precisamente en el sitio donde el terreno es menos fértil. Cuando Juan estuvo al final del campo donde sembraba, volvió á detenerse, echó una mirada al suelo, y luego al camino de Cloyes, lleno aquella tarde, porque era sábado, de carretas y carros de campesinos que se dirigían al mercado. Luego volvió á emprender su trabajo y su caminata.

Y siempre con el mismo paso y con el mismo gesto iba hacia el Norte, volvía hacia el Sur, envuelto en el polvillo sutil del grano, en tanto que detrás el arado trabajaba incesantemente enterrando las semillas. Grandes lluvias habían retrasado aquel año la siembra de otoño; se había trabajado en la seca basta agosto, y los surcos estaban dispuestos desde hacía ya tiempo, profundos y limpios de terrones y hierbajos, esperando las semillas para hacerlas germinar rápidamente. Por lo mismo, el temor de las heladas que suelen sobrevenir después de esas grandes lluvias, fuera de sazón, hacía que todos los labradores se apresurasen.
El frío había sobrevenido de pronto y por modo inesperado. Por todas partes estaban sembrando; había otro trabajador que sembraba trescientos metros más allá de Juan hacia la izquierda, y otro más lejos, á la derecha, y otros y otros se veían en todas direcciones. Eran pequeñas siluetas negras, simples rasgos cada vez más desvanecidos, que se perdían á lo lejos en una extensión de leguas y leguas. Pero todos tenían el mismo gesto, el mismo ademán, el mismo movimiento de brazos, y en torno de ellos se adivinaba cierto revivir de la naturaleza. La llanura se estremecía hasta en sus más lejanos confines, allá donde ya no se veían los trabajadores que sembraban.

 

(Emilio Zolá: “La Tierra” 1887)


Un clásico devorando litros....

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