Y aunque no se sepa
nada sobre los sentimientos o la opinión de éste, cuando llega a un sitio
nuevo, las familias del lugar están tan convencidas de esa verdad que
consideran a ese hombre propiedad legítima de alguna de sus hijas.
—Querido señor Bennet
—dijo un día la señora Bennet—, ¿te has enterado de que por fin han alquilado
Netherfield Park?
El señor Bennet
respondió que no.
—Pues sí —contestó su esposa—. La señora Long acaba de estar aquí y me lo ha contado.
El señor Bennet no
contestó.
—¿No quieres saber
quién se ha instalado? —preguntó ella con impaciencia, subiendo el tono.
—Tú quieres
contármelo, y yo no tengo inconveniente en oírlo.
La sugerencia bastó
como invitación.
—Bueno, querido, pues
sí, te lo tengo que contar: la señora Long ha dicho que un joven acaudalado del
norte de Inglaterra ha alquilado Netherfield; que llegó el lunes en carroza de
cuatro caballos para ver la finca, y que le gustó tanto que enseguida se puso
de acuerdo con el señor Morris. Tomará posesión a finales de septiembre, aunque
algunos sirvientes llegarán al final de la semana que viene.
—¿Cómo se llama?
–Bingley.
—¿Está casado o soltero?
—¡Oh! ¡Soltero,
querido, soltero! Un soltero acaudalado: dispone de cuatro o cinco mil libras
al año. ¡Es perfecto para nuestras hijas!
—¿Por qué? ¿Ellas qué
tienen que ver?
—Querido señor Bennet
—respondió su esposa—, ¿por qué eres tan ingenuo? Sabes de sobra que podría
acabar casándose con una de ellas.
—¿Y con ese propósito
se ha establecido aquí?
—¿Con ese propósito?
¡Qué tonterías se te ocurren! Aunque sí que podría enamorarse de una de tus
hijas. Así que tan pronto llegue irás a hacerle una visita.
—Querido, me
halagas... Es verdad que de joven era hermosa, pero ahora no pretendo ser nada
extraordinario. Cuando una mujer tiene cinco hijas crecidas ya no puede estar
pensando en su propia belleza.
—En tales casos,
querida, no suele quedar mucha belleza en la que pensar.
—Sí, bueno, pero
tienes que hacer una visita al señor Bingley sin falta cuando llegue al
vecindario.
—Piensa en tus hijas.
Imagínate el buen partido que supondría para una de ellas. Sir William y lady
Lucas están decididos a pasar a verle sólo por eso; ya sabes que no suelen
visitar a los vecinos nuevos. Tienes que ir, porque nosotras no podemos hacerle
una visita sin que antes la hayas hecho tú.
—La verdad es que eres
demasiado escrupulosa. Estoy seguro de que el señor Bingley estará encantado de
recibiros; le llevarás una nota de mi parte para garantizarle que le doy mi
consentimiento para casarse con la que quiera (aunque tendré que decir alguna
buena palabra para recomendar a mi querida Lizzy).
—Es que ninguna de las
otras es tan digna de recomendación
—replicó el marido—.
Son todas bobas e ignorantes como las demás chicas. En cambio Lizzy tiene una
agudeza que no tienen sus hermanas.
—Señor Bennet, ¿cómo
puedes insultar a tus propias hijas? Disfrutas sacándome de quicio. No tienes
compasión de mis pobres nervios.
—Te equivocas,
querida. Siento un profundo respeto por tus nervios. Me acompañan desde hace mucho
tiempo: veinte años hace por lo menos que te oigo hablar de ellos.
—¡Ay! Tú no sabes lo
que sufro.
—Aun así, espero que
te sobrepongas y vivas lo suficiente para conocer a muchos vecinos nuevos y
jóvenes con fortunas de cuatro mil libras al año.
(Jane Austen: “Orgullo
y prejuicio” 1813)