Hace tres
noches que el colectivo pasa sin abrir la puerta.
El pueblo
está bajo un cielo de lata. Gris y apenas ondulado. La tierra ensucia los
dinteles y la falta de lluvia pone nerviosos a los perros. Desde la ventana del
hotel, Rubén se asoma desganado y mira a la gente que está cruzando la vía. Son
los Ponce, que viven del otro lado. Vienen otra vez con la cuñada a ver si ella
puede volver a la ciudad. Antes de que lleguen al final del descampado, Rubén
sale a la puerta. Desde lejos se ve su mano moviéndose como un péndulo en el
aire, un badajo invertido colgando de nada, que se sacude para decir no.
El doctor
Ponce hace otro gesto, con la cabeza, para avisar que lo ha visto.
–No para,
hay que volver. Marta se ríe. Victoria mira el hotel y cierra los ojos cuando
el tierral se levanta por el viento. No sabe si sacudirse el vestido, si
quitarse el sombrero, si girar y volver a la casa. Ponce afloja el nudo del
cuello, se apoya sobre el pie izquierdo y mira a su mujer.
–No te rías.
Marta baja
la cabeza para esconder la boca que está espléndida, abierta, extendida. Hace
cuatro días que los Ponce se acercan a la parada del hotel a la misma hora. Él
se pone saco, corbata y los zapatos de salir. Simulando no hacer esfuerzo,
carga la valija de su hermana. Las mujeres van unos pasos atrás, hablando y
moviendo las manos.
El primer
día llegaron al hotel a tiempo para que Victoria tomara el colectivo de las
ocho. Diez minutos antes de cumplirse la hora, Ponce vio los faros doblando por
el camino que sale de la ruta. La luz anticipó la curva y el abogado bajó a la
calle de tierra. El colectivo aceleró levantando polvo y quebrando la música
eterna, incansable, agresiva, de las chicharras. Ponce se dio vuelta para ver
las luces traseras del colectivo yendo hacia la ciudad. Las mujeres quisieron
hablar pero el hombre marcó el silencio con un gesto.
–Esperen
acá.
Empujó la
puerta del hotel y buscó a Rubén, que estaba por las mesas del fondo.
–¿Quién
maneja hoy?
–Castro, el
de Aguas Ciegas.
–Ciego es
él, que no me vio. Desde que Pérez se fue, andan todos mal.
–¿No lo
vio?
–No, pasó
de largo.
Ponce giró
y salió del hotel. Las mujeres se callaron cuando la sombra de él se alargó
hasta tocarles los pies.
–Nenita,
vas a esperar hasta mañana, ¿sabés?
Victoria
asintió con la cabeza y miró de reojo a Marta, que seguía sonriendo. El abogado
cruzó las vías y mientras oía el cuchicheo de su mujer y su hermana pensaba en
las luces traseras del colectivo. “Este Castro es un idiota. Si no me hubiera
visto no habría acelerado. No quiso parar.”
Por la
calle de la izquierda aparece Gómez en su bicicleta y al verlos volver les
grita: –¿Qué, se arrepintieron? –y pedalea con fuerza mientras levanta la mano
para saludar. Ponce quiere gritarle pero la voz le sale baja, leve, inaudible.
–No, no
quiso parar.
Se da
cuenta de que Gómez no lo oyó y ya ve su espalda y su nuca una cuadra más allá.
Desde ahí no se ve la bicicleta negra y parece que el hombre pedalea en el
aire. Ponce saca un cigarrillo del bolsillo y lo enciende. Al llegar a su casa
espera a las mujeres para que entren primeras.
“Igual que
en el ajedrez, las cosas pueden acomodarse sobre un tablero que las explique.
Si uno está atento, puede anticiparse y colocarse de manera tal que no haya
modo de evitar el jaque mate.”
Ponce
sostiene el alfil entre sus dedos y deja que el cigarrillo se consuma. Oye que
del otro lado de la puerta Marta y Victoria están poniendo la mesa. Abre el
cajón derecho del escritorio y saca un recorte de diario. Usando su pluma
empieza a llenar con letras los cuadrados que forman el crucigrama. Se oyen los
pasos de Marta. Ponce abre la puerta y pasa entre las mujeres.
–Me voy al
hotel.
Marta hace
un gesto a su cuñada y levanta los cubiertos que eran para él, se acerca a la
ventana y lo ve, de a intervalos, aparecer bajo los focos de luz de la calle.
Se desata el delantal, abre uno de los cajones de la mesada y mete la mano
hasta el fondo. Victoria sonríe. De abajo del plástico en el que están
guardados los cubiertos, Marta saca su mano gorda cerrada sobre un papel
plateado. Lo desenvuelve y aparecen tres cigarrillos. Busca la caja de fósforos
y se sienta frente a su cuñada.
–Mañana
vamos a ir a la feria, vamos a comprar duraznos y damascos. Es mejor que te
quedes un día más.
Ponce busca
su mesa con la vista y se acerca a la barra para sacar la caja de madera con el
ajedrez. Rubén seca los vasos y atiende un jarro que está en el fuego.
El abogado
enciende un cigarrillo mientras mira a la pareja del fondo. Son de afuera, se
nota por la ropa. La mujer todavía es joven. Tiene un saco sobre los hombros.
Él, de traje y corbata, le habla bajo, casi al oído. Seguramente son amantes,
piensa. Busca sortijas en los dedos, pero apenas hay luz. Ella tiene aspecto de
estar en falta, nerviosa, algo desarreglada en contraste con él.
Ponce lo
imagina lustrando con fuerza los zapatos que brillan bajo la mesa. Rubén mira
hacia la izquierda y se cruza con sus ojos. El bigote del abogado se mueve
hacia abajo y el hotelero entiende. Mientras prepara dos vasos de whisky, Ponce
le mira la espalda, la punta de la camisa que se ha salido del pantalón y
cuelga hacia abajo.
El hotelero
camina entre las mesas hasta llegar a Ponce. Toma el trapo que tiene apoyado en
el antebrazo izquierdo. La mano se mueve rápida, en círculos, limpiando la
mesa. El abogado mira las migas, minúsculas cenizas que vuelan al compás del
movimiento. Rubén pone un vaso frente a su cliente y otro un poco más allá. Vuelve
a la barra y busca, debajo del mostrador, una botella de whisky que tiene dos
cruces sobre la etiqueta. Dos cruces idénticas hechas con la punta de un
cuchillo. Se acerca a la mesa y la apoya diciendo:
–Su
botella, doctor.
(Eugenia Almeida: "El colectivo" 2005)