martes, 7 de junio de 2022

Lada 2109 Samara (1985)

Amerigo Bonasera estaba sentado en la Sala 3 de lo Criminal de la Corte de Nueva York. Esperaba justicia. Quería que los hombres que tan cruelmente habían herido a su hija, y que, además, habían tratado de deshonrarla, pagaran sus culpas.

El juez, un hombre de formidable aspecto físico, se recogió las mangas de la toga, como si se dispusiera a castigar físicamente a los dos jóvenes que permanecían de pie delante del tribunal. Su expresión era fría y majestuosa. Sin embargo, Amerigo Bonasera tenía la sensación de que en todo aquello había algo de falso, aunque no podía precisar el qué.

– Actuaron ustedes como unos completos degenerados –dijo el juez, severamente.

Eso, eso, pensó Amerigo Bonasera. Animales. Animales. Los dos jóvenes, con el cabello bien cortado y peinado, y el rostro claro y limpio, eran la viva imagen de la contrición. Al oír las palabras del juez, bajaron humildemente la cabeza.

– Actuaron ustedes como bestias salvajes –prosiguió el juez–; y menos mal que no agredieron sexualmente a aquella pobre chica, pues ello les hubiera costado una pena de veinte años.

El representante de la justicia hizo una pausa. Sus ojos, enmarcados por unas cejas sumamente pobladas, miraron disimuladamente al pálido Amerigo Bonasera, para luego detenerse en un montón de documentos relacionados con el caso que tenía delante. Frunció el ceño, como si lo que iba a decir a continuación estuviera en desacuerdo con su punto de vista.

– Pero teniendo en cuenta su edad, su limpio historial, la buena reputación de sus familias... y porque la ley, en su majestad, no busca venganzas de tipo alguno, les condeno a tres años de prisión. La sentencia queda en suspenso.

Gracias a que llevaba cuarenta años en contacto más o menos directo con el dolor, pues era propietario de una funeraria, el rostro de Amerigo Bonasera no dejó traslucir en absoluto la decepción y el inmenso odio que le embargaban. Su joven y bella hija estaba todavía en el hospital, reponiéndose de su mandíbula rota ¿y aquellos dos bestias iban a quedar en libertad? ¡Todo había sido una farsa! Miró a los felices padres, que en ese momento rodeaban a sus queridos hijos, y pensó que eran plenamente dichosos; no cabía la menor duda, sus sonrisas así lo indicaban.

Por la garganta de Bonasera subió una hiel negra y amarga, que le llegó a los labios a través de los dientes fuertemente apretados. Se limpió la boca con el blanco pañuelo que llevaba en el bolsillo. En aquel preciso instante los dos jóvenes pasaron junto a él, sonrientes y confiados, sin dignarse a dirigirle una mirada. Bonasera no dijo nada; se limitó a apretar el pañuelo contra sus labios.

Los padres de los bestias iban detrás. Tanto ellos como ellas tenían más o menos su edad; pero vestían de forma más americana. Le miraron a hurtadillas. La vergüenza se reflejaba en sus caras, aunque en sus ojos brillaba una luz triunfante. Entonces Bonasera perdió el control.

– ¡Os prometo que lloraréis como yo he llorado! –gritó amargamente–. ¡Os haré llorar como vuestros hijos me hacen llorar a mí! –había llevado el pañuelo hasta sus ojos.

Los abogados defensores, con la mano en el brazo de sus defendidos, indicaron a éstos que siguieran pasillo adelante, pues los dos jóvenes habían retrocedido unos pasos, como si quisieran proteger a sus padres, aunque ya un gigantesco alguacil corría para cerrar el paso a Bonasera. Pese a todo, no era necesario.

Durante los años que llevaba en América, Amerigo Bonasera había confiado en la ley, y no había tenido problemas. En ese momento, a pesar de que en su cerebro hervía el odio, a pesar de sus inmensos deseos de comprar un arma y matar a los dos jóvenes, Bonasera se volvió hacia su mujer, que todavía no se había dado cuenta de la farsa que se había desarrollado ante sus ojos.

– Nos han puesto en ridículo –le dijo.

Guardó silencio y luego, con voz firme, sin temor alguno al precio que pudieran exigirle, añadió:

- Si queremos justicia, deberemos arodillarnos ante Don Corleone.

(Mario Puzzo: "El Padrino" 1969)



2 comentarios:

  1. Impresionante texto.
    Lamentablemente la vida es una serie de agachadas, uno se agacha y se levanta, se agacha y se levanta, hasta que llega el día que ya no se levanta más.
    Un símbolo de los tiempos.
    Un símbolo de los tiempos como lo fue el Samara, con líneas modernas y todo lo demás anticuado. Era lindo el Samara, pero hay que decir que envejeció pronto, quizás porque ya era viejo cuando fue diseñado.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La justicia nunca es justa, menos para quien la pide.
      Y para ser justos con el Samara, si pensamos que su diseño fue de 1977 en las lejanas tierras del este, no estuvo tan mal.

      Cuando llegue el momento de que no podamos levantarnos, voy a extrañar también al Samara.

      Eliminar


Un clásico devorando litros....

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...

El Tiempo en mi Ciudad