En marzo volvieron los gitanos. Esta
vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron
como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en
un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la
gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias»,
pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en
cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa.» Un mediodía ardiente,
hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón
de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la
concentración de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de
consolarse por el fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel
invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero
terminó por aceptar los lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a
cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de
un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de
privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una
buena ocasión para invertirlas. José Arcadio Buendía no trató siquiera de
consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación
de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los
efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración
de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante
las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto
de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre
las posibilidades estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un
manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción
irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios
sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado
de un mensajero que atravesó la sierra, se extravió en pantanos desmesurados,
remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras,
la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las
mulas del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco
menos que imposible, José Arcadio Buendía prometía intentarlo tan pronto como
se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su
invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las
complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta.
Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su
iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le
devolvió los doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas
portugueses y varios instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió
una apretada síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su
disposición para que pudiera servirse del astrolabio, la brújula y el sextante.
José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito
que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara sus
experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas,
permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y
estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de establecer un método
exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto en el uso y manejo de
sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares
incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres
espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue esa la época en que
adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de
nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta cuidando
el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena. De
pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida
por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose
a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su
propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo,
soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar el
resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera
de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el
encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento:
-La tierra es redonda como una naranja.
(Gabriel García Márquez: "100 años de soledad" 1967)
Estuve como cien años leyendo ese libro, y juré nunca más volver a leer algo de García Márquez!
ResponderEliminarQuizás no fuera el momento, tal vez yo era muy joven, diga lo que quiera.
Apenas me acuerdo del apellido Buendía y la difícil genealgía, también había una mujer que preparó su cajón y ajuar, para morirse y descansar en paz.
En cambio, el Bentley es una delicia, de adelante es puro Rolls Royce, pero por detrás es una lección de estilo aerodinámico, como un auto americano pero mejorado.
No sabía que estuviera hecho por Matchbox.
Tal vez pasen 100 años, y el Bentley siga cosechando Buen días...
EliminarEs un auto que no envejece. Hoy puede usarlo un Rey y se vería como algo normal, es atemporal.
Como el Coronel Buendía luego de tantos años.
Vuelva a intentarlo.
Saludos!