martes, 19 de diciembre de 2023

Chevrolet Bel Air (1957)

Todo esto comenzó, señor mío, hará unos seis meses, aquella mañana en que el cartero trajo un sobre rosa con un detestable perfume a violetas.

O quizá no, quizá será mejor que diga que empezó hace doce años, cuando vino a vivir a mi honrada casa un nuevo huésped que confesó ser pintor y estar solo en el mundo.

Aquéllos eran otros tiempos, ¿sabe usted? Tiempos difíciles, sobre todo para mí, viuda y con tres hijas pequeñas. Los pensionistas escaseaban, y los pocos que habían eran, hablando mal y pronto, de culo mal asentado, quiero decir, que hoy estaban en una pensión y mañana en otra y en todas dejaban un clavo, o, apenas usted se descuidaba, le convertían su honrada casa en un garito o alguna cosa peor, de modo que a los dueños de hospederías decentes nos era necesario, si queríamos conservar la decencia y la hospedería, un arte nada fácil, ahora desconocido y creo que perdido para siempre: el arte de atraer, seleccionar y afincar, mediante cierta fórmula secreta, hecha a base de familiaridad y rigor, una clientela más o menos honorable.

Había que estar en guardia con los estudiantes de provincias, gente amiga de trapisondas, muy alegre, sí, muy simpática, pero que después de comerle el grano y alborotarle el gallinero, se le iba una noche por la ventana y la dejaban a una, como dicen, cacareando y sin plumas; y también con esas damiselas que, vamos, usted me entiende, que se acuestan al alba y se levantan a la hora del almuerzo, y usted se pregunta de qué viven, porque trabajar no las ve; y aun con ciertos caballeros solos y distinguidos, como ellos mismos se llaman, de los que prefiero no hablar. Y todavía me dejo en el buche otros peligros más frecuentes, aunque menos disimulados, como, pongamos por caso, los artistas de teatro, y líbreme Dios si andaban de gira, peligros, sin embargo, que a la fin resultaban menos temibles que los otros que le dije, porque llevaban la luz roja encendida al frente y era posible esquivarlos a tiempo y desde lejos.

Pero el hombre que aquella mañana vino a llamar a la puerta de mi honrada casa me pareció, a primera vista, completamente inofensivo. Era el mismo hombrecito pequeñín y rubicundo que usted conoce, porque, ahora que caigo en ello, le diré que los años no han pasado para él. La misma cara, el mismo bigotito rubio, las mismas arrugas alrededor de los ojos. Tal cual usted lo ve ahora, tal cual era en aquel entonces. Y eso que entonces era poco más que un muchacho, pues andaría por los veintiocho años.

La primera impresión que me produjo fue buena. Lo tomé por procurador, o escribano, o cosa así, siempre dentro de lo leguleyo. No supe en un primer momento de dónde sacaba yo esa idea. Quizá de aquel enorme sobretodo negro que le caía, sin mentirle, como un cajón de muerto. O del anticuado sombrerito en forma de galera que, cuando salí a atenderlo, se quitó respetuosamente, descubriendo un cráneo en forma de huevo de Pascua, rosado y lustroso y adornado con una pelusilla rubia. Otra idea mía: se me antojó que el hombrecito estaba subido a algo.
Después hallé la explicación. Calzaba unos tremendos zapatos, los zapatos más estrambóticos que he visto yo en mi vida, color ladrillo, con aplicaciones de gamuza negra, y unas suelas de goma tan altas, que parecía que el hombrecito había andado sobre cemento fresco y que el cemento se le había quedado pegado a los zapatones. Así querría él aumentarse la estatura, pero lo que conseguía era tomar ese aspecto ridículo del hombre calzado con tacos altos, como dicen que iban los duques y los marqueses en otros tiempos, cuando entre tanto lazo y tanta peluca y tanta media de seda y encajes y plumas, todos parecían mujeres, y, como yo digo, para saber quién era hombre, harían como hacían en mi pueblo con los chiquillos que por los carnavales se disfrazaban de mujer.

Además se veía que el hombrecito andaba como un obispo in partibus, quiero decir, sin casa y sin comida. En efecto, traía consigo una valija de tamaño descomunal, toda llena de correas, de broches, de manijas, y tan enorme, pero tan enorme, que en un primer momento sospeché que algún otro se la había traído hasta allí, dejándolo solo con ella, como a un enano junto a una catedral. Una persona que anda por la calle con semejante armatoste a cuestas se mete en cualquier parte, de modo que deduje que mi candidato no sería hombre difícil.

Con una vocecita aguda, quebrada de gallos, me preguntó:

—¿Aquí, este, aquí alquilarían un cuarto con pensión?

Y esto me lo preguntaba debajo de un gran letrero rojo que decía: Se alquilan cuartos con pensión.

—Sí, señor —le contesté.

—¡Ah! —dijo, y se quedó callado, dando vueltas al sombrerete entre las manos y mirando para todos lados, como si buscase quién viniera a proseguir la conversación por él.


(Marco Denevi: "Rosaura a las diez" 1955)

3 comentarios:

  1. Le juro que me bastó el primer renglón para recordar la inconfundible prosa de Rosaura!
    Justamente los otros días, estaba recordando la historia de Canegato y compañía, un monumento nacional!
    No obstante, mi memoria me jugó una mala pasada: estaba convencido de que la dueña de la pensión era Eufrasia, tengo que agarrar ese libro urgente!

    Con el Bel Air tengo sentimientos encontrados.
    No puedo negar que es un acierto estilístico, un hit.
    No hecho para ser lindo, sino para gustar, valga la aparente contradicción.
    Como decir la Ferrari del país del Tío Sam, todos la recuerdan o la desean, incluso ahora después de 66 años.

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  2. Actualizo: en el fin de semana me leí a Rosaura, impepinable!
    lo único que no entendí fue el fin del final, no me queda claro cómo es que el taxi de los novios terminó en otro hotel, que era justo el hotel donde estaba el turco malo.

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    Respuestas
    1. Hola Gaucho!!!

      Me alegro haberlo empujado a un libro que no merece el olvido. Lástima nuestras memorias, que no piensas de la misma manera...

      Tuve que ir al libro, por que yo tampoco recordaba el motivo del cambio de hotel, y la verdad es que no está muy claro. Simplemente dice que Don Camilo no quería ir al Wien. Tal vez es una licencia literaria, para cambiar el rumbo de la historia, o a los simples mortales se nos pasa por alto algún detalle....

      Y si el Chevrolet no fuese convertible, podríamos decir que es el Auto Fantástico de la película del año 2000.... Pero así como está, es una muy buena pieza, con una combinación de colores perfecta. Por lo menos para mi gusto.

      Saludos!!!!

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Un clásico devorando litros....

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